Cuando hace unos meses me quedé embarazada, me di cuenta de que apenas conocía a mi madre antes de convertirse en mi madre. Hay una mujer a la que yo solo he visto en fotos y cuyo pasado está en un lugar anterior a mi existencia. Recuerdo especialmente una Polaroid suya. Lleva un abrigo de pelo con estampado de leopardo que le cubre solo hasta el muslo, un sombrero de medio lado en su melenita rizada y los labios rojos. Las piernas, como los ojos, al descubierto. Parece que me sonríe a mí por mirarla como si no diese crédito de que esa mujer despampanante es también la madre entregada, responsable y canónica que me ha criado. La mujer que yo conozco es segura, decidida, resolutiva, firme, exigente. Jamás he reparado en sus miedos porque nada parece hacerla temblar.
Pensé que la criatura que anida silenciosamente en mi interior también es una completa desconocida, y la que me contuvo en el suyo, otra —la vida de las madres antes de ser madres es su secreto mejor guardado—. Se trazó, repentinamente, un cordón umbilical de extrañeza familiar. Me pregunté si mi hijo verá a su madre como yo veo a la mía —con ese arrojo, determinada a poner fin a cualquier escollo— cuando la realidad es que nunca he tenido momentos de tanta fragilidad.
Siempre que empieza a asomar esta confesión en algún entorno que no es de monumental intimidad, la gente se siente incómoda. Es evidente porque la respuesta suele ser casi siempre la misma frase: “Bueno, pero disfruta del embarazo”. Es algo que dicen más para reconfortarse a sí mismos ante una conversación inesperada que para reconfortarme a mí. Ahí entendí a qué se refieren cuando dicen que la maternidad es muy solitaria: no es solo por la falta de políticas públicas para criar y cuidar, sino porque aún hoy la sociedad no está preparada para afrontar la ambivalencia de una experiencia que en ocasiones puede resultar sobrenatural.
El último informe de Malasmadres, realizado a partir de una encuesta que respondieron 18.000 mujeres, arroja la cifra que resumiría todo esto que acabo de decir: “El 85% de las mujeres se ha sentido sola desde que es madre”. “Las expectativas que se generan a partir de los relatos sociales en torno a la maternidad están lejos de lo que nos encontramos cuando nos convertimos en madres”, señala el documento. Yo era de las que pensaba que el supuesto boom de la literatura sobre maternidad, mucha de ella encaminada a desmitificarla aunque otra no tanto, habría servido para que de una vez por todas mi cuerpo importe tanto como el de la criatura. Para eso y para desterrar las frases hechas sobre un supuesto mecanismo que se activa en algún momento confiriéndote el don de la serenidad y del conocimiento instintivo. Como escribía Elvira Lindo, a razón de El nudo materno de Jane Lazarre, “qué bien nos hubiera venido esta caligrafía fundamental a aquellas que en algún momento hemos escrito sobre los tormentos que atenazan esto que se describe como la experiencia que te cambiará vida; cierto que la cambia, pero también que deseas recuperar a la mujer que fuiste”.
En esta entrevista, Jane Lazarre daba cuenta de la soledad y culpa atávicas en las madres todavía cuarenta años después de que publicar El nudo materno: “Estás cansada del parto, hay un conflicto con tu cuerpo porque ha cambiado dramáticamente, tu sexualidad está cambiando, no es que haya acabado para siempre pero está en crisis. Creo que aún hoy es difícil hablar en alto de todos estos sentimientos”.
Según recoge aquí el Instituto Europeo de Salud Mental Perinatal, la OMS estima que el 25% de las embarazadas experimenta algún tipo de malestar psíquico significativo. Todo ese empaque lingüístico tan necesario —maternal, perinatal, puerperal— no deja de ser una etiqueta que principalmente se asocia con algo biológico y sanitario y que, por tanto, permite eliminar la dimensión social de todo el asunto. Sé qué fruta es mi hijo en cada semana, cuándo le han crecido las pestañas, qué es el lanugo y en qué momento quizá ya intuye mi voz, pero sé poquísimo sobre cómo cambia mi propia vida. Todas esas imágenes tan higiénicas que acompañan los posts de internet sobre “los cambios en el embarazo”, con mujeres vestidas con ropa blanca o beige y sonrientes con sus prominentes tripas, pueden resultar inquietantes. En esas fotos no hay atisbo ni de la locura ni del caos que yo siento palpitar.
Quizá contrariada por esa inercia de perfección, decidí buscar una lectura que se adentrase en mis miedos de forma desacomplejada. En esa oscuridad extrañamente luminosa estaba la escritora y exdiputada Mar García Puig para darme la mano. Su ensayo La historia de los vertebrados es un recorrido por la locura puerperal que comienza con la suya propia: “El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí”, escribe. A partir de su propia experiencia sobre el cuerpo materno que abandona la cordura y se desmorona, recupera la genealogía de las madres enloquecidas para narrarla con menos silencios y menos culpa. Es, más allá de un libro sobre el rostro lóbrego de la maternidad, un texto de “terror gótico”, como dice una amiga mía. Es imposible no imaginar a la propia Mar y a todas sus compañeras de viaje escribiendo sus relatos en primera persona en las paredes de un manicomio, como en el mayor de los tropos del cine y de la psiquiatría. Aunque aquí lo aterrador no son ellas, sino la profundidad del abismo al que la medicina las abandonó con etiquetas inservibles y estigmatizantes.
Mi pasaje favorito dice así: “Al engendrar la próxima generación, las madres confirmamos nuestra propia mortalidad, pero sobre todo asumimos un riesgo de pérdida del que jamás podremos desprendernos”. Y uno de los personajes que recoge García Puig que resulta más ilustrativo es el de la escritora victoriana Isabella Thackeray, quien después de tres partos dijo: “Creo que mis miedos son imaginarios y exagerados y que soy una cobarde por naturaleza”. Meses después le diagnosticaron un “trastorno de melancolía posparto con episodios de manía”. Mar García Puig recoge que la propia Isabella manifestaba “que era la culpa lo que la había hecho enloquecer, su incapacidad como esposa y como madre, todas sus debilidades”.
Es inevitable no conectar estas historias con la de Britney Spears, quien fue convertida en meme en 2007 tras raparse el cabello ella misma y montar en cólera, paraguas en mano, contra uno de los cientos de paparazzi que la asediaban cada día. No creo que sea casualidad que ese episodio se diese justo después de ser madre: en 2005 había tenido a su primer hijo, Sean, y en 2006 nació Jaden James. La cantante pop fue sometida a una hipervigilancia inédita y fue juzgada públicamente como mala madre después de que se la fotografiase primero de fiesta y tiempo después conduciendo con su bebé en el regazo. Dio igual que ella explicase que solo intentaba protegerle y consolarle después de que el crío rompiera a llorar asustado por un enjambre de paparazzi. Como señala Mar García Puig en esta entrevista: “Hay un juicio constante a la madre con problemas de salud mental que hace que se atrinchere, que no se atreva a contar qué le pasa”.
El juicio público también le pasó factura a Sharon Stone. Recientemente, la actriz reconoció haber perdido la custodia de su hijo por rodar Instinto básico, donde su papel principal era el de una femme fatale bisexual que empleaba su sexualidad y su feminidad como artimañas para ser una despiadada asesina. “El juez le preguntó [a su hijo] si sabía que su madre hacía películas sexuales. Este tipo de abuso por parte del sistema determinó qué tipo de madre era porque había hecho esa película”, explicó Stone hace un año en este podcast.
La periodista Alba Correa resumía en una sola frase cómo se ha invisibilizado el goce del cuerpo maternal: “Para nuestra sociedad, el sexo de las madres debe ser como el de los ángeles: inexistente”. Recuerdo cuando le pregunté a la matrona sobre mi sexualidad en el embarazo. Su respuesta fue: “Puede ser bueno para el bebé”. Incluso nuestros orgasmos se reinterpretan bajo la solidaridad del cuerpo compartido. Todo lo que pasa en él debe priorizar el bienestar de la criatura. Ese desplazamiento de la individualidad —recuerda, ya no eres una, sois dos— puede distorsionar la concepción de nuestra propia carnalidad. Mar García Puig lo relataba así en La historia de los vertebrados: “Desde que nacieron mis hijos, el sexo ha desaparecido. Porque temo tanto mi cuerpo que soy incapaz de tocarlo o permitir que lo toquen. Y porque he hecho tan mío el discurso de la culpa que cualquier opción de disfrute, y mucho más si esta tiene algo de corporal, la vivo como un sacrilegio”.
En Mad Men, Betty Draper encarna esa aparente maternidad perfecta que acaba desquiciada por inalcanzable. Errática, excéntrica, constreñida. Para la mirada misógina es más sencillo odiarla a ella que a su carismático marido, Don Draper. Como escribía Adrienne Rich: “Es mucho más fácil rechazar abiertamente a la madre que ver, más allá, las fuerzas que actúan sobre ella”. No hay escena más icónica de la serie que esa en la que el ángel del hogar presumidamente impecable que es Betty Draper sale al jardín y dispara, cigarro en boca, hacia las palomas de su vecino después de que este amenace con acabar con la perra de la familia. Hay un mensaje insoslayable: toda madre, por muy abnegada que sea, acaba encontrando una oportunidad para desacatar las imposiciones todavía vigentes de la maternidad. Aunque sea a través de la locura.
