Antes de que con la elección acabe formalmente el sexenio, pongamos una tarea para el futuro: revisar cómo en el gobierno de un Presidente que dijo combatir la corrupción sofocaron la transparencia e incentivaron, deliberadamente o no, el espionaje.
Transparencia entendida como el derecho que debería estar rumbo a cumplir un cuarto de siglo, como el armado de esas leyes e instituciones –federales y a nivel estatal– de la transición que obligan a los entes públicos a informar. Eso, hoy y desde 2018 agoniza.
Espionaje entendido como filtraciones, por goteo o en tsunami, que de manera impúdica o subrepticia se ha dado en estos años, ya sea de documentos existentes en archivos no públicos (Guacamayaleaks), ya sea audios y videos a favor o en contra de figuras del oficialismo.
Y queda, para reflexión aparte, la revelación ilegal y antidemocrática de información de privados, que en distintos momentos el Presidente de la República hizo a nombre propio o vio surgir sin que ni de lejos hubiera de su parte una condena por la violación de leyes o privacía.
No tenemos fecha precisa de la decisión de Andrés Manuel López Obrador para descarrilar el instituto nacional de transparencia, al que dejó en la inopia no sólo al desdeñar el cumplimiento de sus resoluciones sino al aplicar un veto de bolsillo a nombrar integrantes.
AMLO también le bajó el presupuesto al Inai y, desde luego, lo hizo parte de sus objetivos mañaneros al ponerlo dentro del grupo de instituciones que a menudo nombra en la doble categoría del mal: demasiado cara y al servicio de sus adversarios.
Y es público que si Claudia Sheinbaum gana la Presidencia, ese instituto vivirá una reforma nada menor. Aun sin detalles al respecto, es más fácil apostar a que a partir de octubre Morena dejaría al Inai en la inanición: no se le nombrarán los comisionados pendientes.
Lo anterior constituye un grave retroceso.
Pero independientemente de eso, y de que no es menor que desde el gobierno se promueva la violación del derecho a la información y el incumplimiento de leyes, hay otro escenario pernicioso al desdeñar la transparencia.
Aquellos que por los medios que sean tienen acceso a documentos públicos pueden advertir que, en un ambiente de opacidad, de cerrazón gubernamental, súbitamente tienen un inesperado poder, una importancia que podría llevarlos a ser tentados por la corrupción.
La información pública es de todos, pero si el gobierno la privatiza, ya sea de facto o declarándola de seguridad nacional (o la huizachera forma que encuentren para ello, como con el agua en CDMX), no es difícil que se incentive un mercado negro.
En su obsesión por manipular la conversación pública, en su afán de cerrar la transparencia para evitar ser sometido desde la prensa o desde las organizaciones sociales con evidencia documental de sus errores, el gobierno terminó un día padeciendo megahackeos como el que hace año y medio desnudó a la Secretaría de la Defensa Nacional.
Igualmente, desde hace tiempo no hay mes en que no surjan, como de la nada, audios de cercanos al entorno presidencial con conversaciones de presuntos abusos e ilícitos que humillan al Presidente y su pañuelito blanco del fin de la corrupción.
Salvo que esos audios no surgen de la nada. Si a la gobernadora Layda Sansores no se le censuró desde Palacio Nacional por usar material podrido en contra de otros políticos, hubo quien tomó nota y rápidamente aprendió que había una oportunidad: el espionaje no sólo no era mal visto, sino que era premiado: una mina de oro.