Hace poco se circuló una foto editada de Claudia Sheinbaum con un tatuaje de símbolos ocultistas en el hombro y la frase “Un cristiano o católico no puede votar por una satanista”. La bancada del PAN también sacó de contexto un meme de las “Calacas Chidas” para vincular a Morena y al presidente con la Santa Muerte. Y no olvidemos el momento viral del segundo posdebate cuando Roberto Gil Zuarth reiteró la acusación del meme y hasta insinuó que las canciones de Taylor Swift contenían versos satánicos.
Por supuesto que estas líneas no están dirigidas a profesar ni a desacreditar fe alguna, lo único que pretendo compartir es cómo una de las herramientas más efectivas de manipulación y control ha sido el miedo de “lo maligno”.
En este contexto recordemos el “pánico satánico” que repuntó en la década de 1980 en Estados Unidos, bajo el cual se generó un movimiento mediático —conservador— que alegaba que los jóvenes habían normalizado la adoración al Diablo y que aprendían sus dogmas a través del heavy metal, libros y películas como El Bebé de Rosemary, El Exorcista y La Profecía.
Con ello comenzaron a difundirse historias sobre cadáveres mutilados de animales, graffiti en Iglesias, violencia sexual ritualista y asesinatos o suicidios con simbolismos satánicos. Sin evidencia, se sostuvo que esto era producto de una nueva subcultura maligna en contra de Dios y la humanidad, desencadenando el miedo colectivo que resultó en múltiples actos violentos y violatorios de derechos humanos.
Un ejemplo atroz lo tenemos con el caso de los adolescentes acusados por el asesinato de tres niños pequeños en West Memphis, Arkansas. En este asunto, si bien no se encontró un móvil o evidencia física que ligara a los jóvenes con el crimen, los acusados —chicos solitarios en situación de pobreza que vestían de negro y escuchaban a Metallica— se volvieron blanco fácil en una comunidad altamente conservadora que se aferró a la idea de que ellos habían perpetrado el crimen como parte de un ritual satánico. Los jóvenes recobraron su libertad después de casi 18 años, pero aún no han sido exonerados del todo; tampoco se ha identificado al verdadero criminal.
Si bien la propagación desde la sociedad de este tipo de leyendas satánicas tiene repercusiones desafortunadas, las consecuencias de la difusión de este tipo de ficciones son de mayor gravedad cuando se impulsan desde el sector político. A manera de ejemplos tenemos el ataque al Capitolio estadounidense del 6 de enero de 2021, atizado por la conspiración del “Pizzagate”; o bien, las calumnias de sangre nazi que acusaban a judíos de sacrificar bebés arios en rituales, causando pogromos violentos durante una época de estrés económico y social en Europa (Jeffrey, 1999).
La historia de la humanidad prueba que el miedo “satánico” provoca paranoia colectiva desde la cual se pueden cometer verdaderas tragedias sociales. Por ello, resulta fundamental recalcar que este tipo de narrativas nacen de una combinación de incidentes ambiguos y del aumento de ansiedades compartidas y no así desde la realidad probada. Entonces, debemos recriminar con mayor energía los casos en los que la clase política haga uso de estas ficciones para favorecerse electoralmente, puesto que las dotan de credibilidad frente a sus seguidores y con ello se puede incitar a la histeria colectiva y a la violencia.
Así, exijamos responsabilidad ética a los actores políticos de este proceso electoral para que se alejen de pánicos morales basados en discursos estigmatizantes. El próximo 2 de junio debemos tener como punto de encuentro una elección seria entre dos proyectos de Nación; entre dos opciones políticas que nada tienen nada que ver con las “fuerzas del bien y del mal” sino con nuestros derechos y libertades. Tomemos las elecciones en serio y no permitamos la manipulación mediante el miedo a lo demoniaco o el pánico satánico.