Cuando llegamos a Aliaga (Teruel) el pasado domingo, pillamos al sol deshaciéndose en besos y abrazos con las hojas de los chopos cabeceros. Mientras éstos se mantenían gruesos, enhiestos, estáticos y dispuestos, yo me hice el desentendido y pasaba junto a ellos como si nada hubiera pasado. Su sed teñía el ambiente de un verde lechoso. En los remansos de los desorbitados ojos del Guadalope, se reflejaba la mirada acuosa y lasciva del desenfreno.