El corazón de la zona bananera de Colombia alberga el pueblo ficticio que dio lugar a una de las obras más famosas de la literatura. Viajamos al pueblo natal de Gabriel García Márquez para seguir el rastro de quienes inspiraron a Úrsula Iguarán, al Coronel Buendía o la emblemática casa familiar
'Cien años de soledad', la mejor adaptación posible confirma que la obra de García Márquez es inalcanzable
Muchos habían sido los intentos por llevar Cien años de Soledad al audiovisual, pero no fue hasta que Netflix decidió convertirla en la serie que ahora se estrena, que podremos disfrutar de la primera adaptación oficial de la novela.
Volamos hasta el Caribe colombiano para recorrer el pueblo que inspiró su historia. Un lugar donde entenderemos cómo la emblemática casa que vio nacer al escritor o la figura de sus abuelos tuvieron un papel fundamental en la obra que reinventó la forma de narrar en América Latina.
Y es que los personajes y anécdotas que allí le acompañaron, mezclados con su imaginación, muestran que el realismo mágico no sólo estuvo presente entre sus líneas, sino en su forma de crear y en su propia vida.
La manera más factible de llegar al pueblo natal de García Márquez es el camino que nace en la costa caribeña, en un lugar llamado Ciénaga. Esta ruta, contó años después, inspiraría uno de los lugares más famosos de la literatura:
El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo
Al igual que el Macondo de Cien años de soledad, al oriente “estaba la sierra impenetrable”, Santa Marta, “y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande”.
El Macondo oficial, a 20 kilómetros de su Aracataca natal, se quedaría en su mente como un lugar imaginario, casi inexistente, del que tomaría el nombre. Pero aunque existen similitudes entre esa aldea selvática, perdida en medio de la nada, propiedad de la United Fruit Company, y el Macondo literario, hay algo de lo que nadie duda. Aracataca inspiraría la casa de los Buendía, que no era otra que donde nació Gabo: la casa de sus abuelos.
Aracataca dista hoy de ese lugar exuberante, lleno de alquimia y sucesos paranormales que relata la novela. Al llegar, nos recibe un calor sofocante. Nos acompaña un hombre uniformado que se presenta como el Coronel Buendía. Ingeniero de minas, amante de la historia militar, actor y dibujante son algunas de las múltiples facetas de su vida. Viste orgulloso el uniforme con galones, ha preparado por sí mismo distintos mapas y planos del municipio y reniega de la tecnología a la que culpa de alejar a los jóvenes de la literatura.
Antes de recorrer juntos los lugares más icónicos del libro, nos confiesa que aquí no se reconoce demasiado la figura del escritor: “La mayoría de los turistas colombianos son de la capital, allí es donde más lo valoran”. Él mismo no fue consciente de su fama hasta que, trabajando en Bogotá, un jefe empezó a llamarlo Gabo por ser de Aracataca. Aún pasarían muchas cosas antes de que decidiera ganarse la vida rindiéndole homenaje.
Aracataca había sido fundada en 1885 –cuarenta años antes del nacimiento de Gabo–, cuando un grupo de colonos llegó en busca de caucho y madera. Allí se asentarían tras la Guerra de los Mil Días, con el país devastado, los campamentos de la United Fruit Company, la compañía bananera de Cien años de soledad.
Las casas de barro y caña ya solo se aprecian en los murales pues, muy pronto llegó la bonanza bananera y la explosión de los cultivos trajo consigo influencias extranjeras. De Francia llegaría el cine. De Italia, la moda. De Alemania, las farmacéuticas, y de Inglaterra, parte de las infraestructuras. De todo ello bebería Gabo.
El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo
En la antigua estación de ferrocarril, hoy en funcionamiento, podemos ver el famoso tren amarillo que atraviesa Aracataca, ya no cargado de bananos sino de carbón extraído de Santa Marta.
En esta casa, hoy recreada con muebles de la época, vivió Gabriel García Márquez hasta la muerte de su abuelo. Un coronel del ejército liberal retirado tras la Guerra de los Mil Días, guajiro proveniente de Riohacha que, al igual que el Coronel Buendía, lucharía en muchas guerras y no ganaría ninguna. Ese hombre serviría de inspiración de uno de los personajes más memorables de Cien años de soledad o del protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, pues también esperó a recibir una pensión como veterano de guerra hasta el último día de su vida.
Pero no fue hasta que, años más tarde, García Márquez volvió allí para venderla cuando se percató del valor literario de su infancia. Los recuerdos de mucho de lo que aquí sucedió se convertirían en su cuarta y más famosa novela.
Su abuela Tranquilina Iguarán, quien inspiró el personaje de Úrsula Iguarán, le inculcó esa manera de narrar la fantasía integrada con lo cotidiano. Tranquilina, como Úrsula, también hablaba con los muertos. Relataba sucesos paranormales sin distinguirlos del resto de cosas que le sucedían, mezclando realidad y ficción, algo que García Márquez buscó convertir en un estilo literario.
Se cree, además, que Tranquilina tuvo antepasados gallegos, por lo que las historias sobre espíritus y meigas bien pudieron ser el germen del realismo mágico.
En este pequeño salón, su abuelo se encontraba con políticos liberales, veteranos de guerra y generales como Rafael Uribe Uribe. De las conversaciones que Gabo escuchó aquí, donde podía acceder únicamente por ser el favorito de su abuelo, beben muchas de las historias de guerra que aparecen en la obra.
Junto al despacho de su abuelo, García Márquez dibujaba en la pared que habían pintado de blanco para que el niño pudiera usarla como lienzo. Aquí, le hablaría sin tapujos sobre la Masacre de las Bananeras que sucedió cuando, en 1928, los trabajadores en huelga de la United Fruit Company fueron asesinados por el Gobierno colombiano.
Tras el suceso, grandes cantidades de banano quedarían sin recoger y las plantas se descompusieron dando lugar, según nos cuentan, a cientos de mariposas amarillas.
Si bien nadie conoce a ciencia cierta cuántos fueron los muertos de la masacre, el dato que ha pasado a la historia es el de los 3.000 que Gabriel García Márquez menciona en la novela.
Junto a la casa principal, justo detrás del que algunos confunden con el castaño centenario al otro lado de la puerta, vivía el servicio de la casa. Tres indígenas de etnia wayuu que inspiraron a Cataure y a Visitación, quien alerta a Úrsula sobre la peste del insomnio.
A escasos metros de su hogar natal, encontramos La casa del Telegrafista, hoy convertida en museo, que traería al padre del escritor a trabajar a Aracataca. Aquí, conocería a la hija de un coronel retirado al que no le pareció un buen partido. Lo primero, por ser de ideología conservadora, lo segundo por tener un oficio no muy bien pagado y lo tercero, por la fama de mujeriego que le precedía.
Tras una historia llena de mensajes en código morse que inspiró El amor en los tiempos del cólera, su padre pidió el traslado y su madre y él se casaron a escondidas. Poco después nacería Gabriel García Márquez, por quien su abuelo sintió tal cariño que pidió que se quedase a vivir con ellos y bautizarlo como Gabriel José de la Concordia por llevar la paz a su familia.
Las referencias a la vida y obra de García Márquez están presentes en muchos de los rincones de este lugar al que los turistas llegan a cuentagotas. Desde vendedores ambulantes con puestos llenos de mariposas amarillas hasta el tributo callejero que llena los murales del Paseo Lineal, esculturas como la de Remedios la Bella, la iglesia donde el escritor fue bautizado o la tumba de Melquíades donde procesiones nocturnas honran a la primera persona en morir (y varias veces) en el pueblo de Macondo.
Antes de morir, García Márquez dejó dichas tres condiciones para adaptar su novela: que fuese rodada en Colombia, en español y con las horas necesarias para seguir a las siete generaciones de la estirpe de los Buendía.
Cuando hablamos en el pueblo sobre ello, la sensación es agridulce. Netflix decidió rodar algunas partes en La Guajira, otras en César, Cundinamarca y en esta región de Magdalena, pero no en Aracataca. “No quisieron grabar aquí. Decían que no había infraestructuras suficientes, pero ¿y cuándo graban en medio del desierto? ¿Tampoco hay infraestructuras, no?”, se queja el Coronel, sin ser consciente de que muchas de esas películas se graban en Ouarzazate, una ciudad marroquí junto al desierto que alberga enormes estudios cinematográficos.
Fue casi 1.000 kilómetros al sur de la zona bananera donde el equipo decidió recrear el escenario de la serie.
Seis años después –más de tres dedicados al guion– de que anunciasen uno de los proyectos más ambiciosos del audiovisual latinoamericano necesitarían aún 25 semanas y 200 trabajadores para crear la primera versión del set de rodaje. Uno con representaciones de la historia arquitectónica de Colombia (desde casas de barro y caña hasta el estilo colonial y la arquitectura republicana) y 16.000 plantas diferentes traídas desde Caribe que se mezclan con la poderosa imaginación del Premio Nobel.
Quizás hayan conseguido que ese Macondo también tenga el olor dulce y penetrante de los plátanos maduros. Puede que incluso huela al jazmín que perfumaba los patios de las casas, pero no a sudor de jornalero ni a agua estancada del río. Tan lejos de la Guajira y la Guerra de los Mil Días, no se siente la tristeza.
Allí, donde no hay selva ni lluvias monzónicas y no existe la certeza de que parase García Márquez, solo queda el legado de ese mundo imaginario que confunde, una vez más, qué es real y qué es ficticio.