El emperador de los franceses Napoleón Bonaparte es un personaje que ocupa un lugar destacado en la Historia Universal. No es intención de este capítulo de la serie sobre la Teología de la Historia comentar su biografía, sino destacar unos extraordinarios hechos que sucedieron a finales del siglo XVIII en Roma, la capital todavía entonces de los Estados Pontificios, el poder temporal de los papas. Estamos en la Europa de 1796 donde la Revolución francesa desencadenada en 1789 ha terminado con la Monarquía borbónica, la multisecular dinastía reinante en Francia y Napoleón, ya entonces un joven general de reconocido prestigio, es enviado a combatir a los austriacos y los italianos y sobre todo a acabar con «la Infame» («L’Infamme») como denominará Voltaire a la Iglesia Católica.
Con la visión racionalista y radicalmente cerrada a lo sobrenatural, enemiga frontal de toda religión –en especial de los católicos– propia de los revolucionarios, el Directorio parisino le había encargado a Napoleón la misión de adueñarse de sus milenarios Estados y expulsar de Roma al Papa. La invasión había conseguido su objetivo con rapidez y el Tratado de Tolentino de 1797 y el armisticio de Bolonia de 1796 habían permitido la incautación de innumerables objetos de valor de la Urbe, presentes en sus maravillosas Basílicas e Iglesias.
La localidad de Ancona principal, puerto del Adriático ubicado al nordeste de la península, esperaba con pavor la anunciada entrada de las tropas francesas precedidas de los saqueos y depuraciones que acompañaban sus victorias. El 25 de Junio de 1796 muchos de sus habitantes se habían congregado ante un cuadro de unos 50 cm. de lado, que representaba a la Virgen como la «Reina de todos Los Santos», expuesta en la Catedral y muy venerada por los fieles. Rezaban el Rosario impetrando su protección ante el invasor, cuando alguno de los presentes llamó la atención alertando de que la Madonna abría sus entreabiertos ojos moviendo los párpados de arriba a abajo y las pupilas de derecha a izquierda.
Era una manera simbólica como así apreciaron los devotos fieles de recoger sus rezos para elevarlos al Cielo, y de todos ellos sin excepción recorriendo con su mirada a los presentes de un extremo a otro. Simultáneamente, la piel de su rostro parecía tomar vida mudando de color. La impresión provocada inicialmente y sofocada por el canónigo presente instando a no caer en falsas impresiones acabó por imponerse ante la evidencia y fuerza de los hechos. La noticia corrió como la pólvora por la ciudad siendo multitud los que acabaran por acudir a comprobar la veracidad de lo que se afirmaba.
Las nuevas autoridades consideraron lo sucedido como una invención del clero para galvanizar el ánimo de los fieles ante los invasores, y ordenaron la retirada y ocultación del cuadro. Unos días después, el 9 de Julio de 1796 en Roma, comenzaron a producirse fenómenos similares en imágenes sagradas, pinturas y esculturas presentes en diversos lugares de la capital, congregando ante ellas a multitudes crecientes de ciudadanos que acudían a contemplarlas y quedaban extasiados al contemplar lo que sucedía ante sus ojos. Se cuentan en 101 las imágenes que parecieron tomar vida en Roma, aunque el fenómeno se reprodujo en otras localidades pontificias. La mayoría eran de la Madonna –la Virgen María– aunque también dos eran de Nuestro Señor Jesucristo y algunas de otros diversos santos.
La autoridad religiosa estaba superada por los acontecimientos temiendo una violenta represión de los franceses, pero finalmente tuvieron que afrontar la realidad y abrir en estricto proceso de investigación para acreditar la certeza de lo sucedido. Se seleccionaron 26 de las imágenes como representativas de todas, y asimismo se convocaron testigos de todas clases, de formación, condición social y actividades de todo tipo, con el común denominador de ser presenciales de los hechos respectivos y tener criterio propio y formación para deponer ante un riguroso examen.
La contundencia de los testimonios, adverados por la circunstancia de que los propios miembros del tribunal podían, mientras duraban las sesiones, acercarse a comprobar los hechos, que seguían produciéndose ininterrumpidamente, concluyeron con un veredicto incontestable. Un sucedido singular se produjo en Ancona, donde había comenzado todo, cuando el propio Napoleón llegó en febrero siguiente. Informado de lo que sucedía, reunió a unos canónigos de la catedral para expresarles su firme voluntad de acabar con aquel espectáculo de superstición e idolatría, propia de la gente sencilla a la que, según él, habían manipulado. Les manifestó su determinación de no consentir fanatismos de aquel tipo, recordándoles asimismo las consecuencias de una eventual desobediencia a sus órdenes. La convicción de algunos de los presentes, entre ellos significados jacobinos, le convenció de observar por simple curiosidad con sus propios ojos, el retrato milagroso en cuestión.
Al día siguiente, de forma discreta se llevó a su presencia el cuadro y arrancó del cuello de la imagen un valioso collar de brillantes que la caridad de los devotos fieles había donado. Dijo que esas joyas serían más útiles como dote de boda para una joven doncella sin recursos de la Residencia de la Divina Providencia. En ese momento su rostro se transformó quedándose inmóvil mirando la imagen durante unos instantes. Tras volver a la normalidad, devolvió el collar y dijo que la pintura se cubriera con un velo, y que fuera expuesta al culto en ocasiones singulares. Al tiempo invitó a los canónigos a comer invitados por él. Esa conducta pareció insólita para todos los presentes que esperaban una reacción violenta y tajante por su parte, destrozando el cuadro para acabar con aquello. Era el día 11 de febrero de 1797, hoy fiesta de Lourdes, y faltaban 61 años para que la Virgen se apareciera allí como la Inmaculada Concepción.
Era una coincidencia que se sumaba a no pocas que a su vez se añadían al hecho evidente de que esas milagrosas manifestaciones habían sido la respuesta del Cielo a las plegarias elevadas por los habitantes de los Estados Pontificios respondiendo a la petición formulada por el Papa Pío VI de rezar a la Madonna el Salve Regina para que Ella «volviera sus misericordiosos ojos hacia la ciudad y sus atribulados hijos» en aquellos momentos de aflicción.
Hay una cadena de singulares coincidencias entre estos hechos, difundidos por Vittorio Messori y Rino Cammilleri, dos escritores y periodistas italianos, en una magnífica obra intitulada «Los ojos de María». Fruto de una exhaustiva investigación relatan con detalle los hechos, incluyendo las declaraciones de cualificados testigos en el procedimiento abierto por la Santa Sede, tras haber tenido acceso a los archivos Vaticanos que guardan celosamente tal expediente.
En un interesante diálogo entre ambos autores recogido al final de la obra ponen de relieve las singulares coincidencias que se observan en lo que ellos califican como «un episodio que debe ser analizado como integrado en la Teología de la Historia». Francia y el mundo Occidental experimentaron un parteaguas en su Historia con la Revolución de 1789, que dará comienzo a un mundo profundamente secularizado, y con la razón y el hombre ocupando el lugar reservado a Dios como centro y referencia de la Creación en la extinta y precedente Cristiandad. Ya hemos comentado cómo el Sagrado Corazón de Jesús se revelará a Santa Margarita María de Alacocque, para dar a conocer y extender su devoción y evitar esa Revolución mediante la consagración del Rey entonces Luis XIV, a Su Sagrado Corazón.
De análoga manera vendrá en Fátima la Virgen en 1917 para prevenir la Segunda Guerra Mundial y evitar la expansión por el mundo de «los errores de Rusia», es decir, el comunismo tras la revolución bolchevique de octubre de ese mismo año. Para ello, pedirá la consagración a su Inmaculado Corazón que tampoco será efectuada al igual que la pedida al Monarca francés. Esas dos revoluciones sucedidas en los dos últimos siglos han dado lugar a una constelación de Mariofanías con revelaciones de La Madre de Dios y Madre nuestra que viene en auxilio de la humanidad en tiempos de tribulación y alejamiento de Dios, para exhortarnos a volver hacia Él, los ojos y el corazón.
Messori destaca que se trata de un mensaje aportado con «el elocuente lenguaje de la mirada, una silenciosa explosión de milagros coincidente con el tiempo que iniciaba la serie de catástrofes que marcarían la época moderna».