Hace poco, en una entrevista con Nacho Serrano, el músico Andrés Calamaro señalaba la paradoja de que «la generación de españoles que menos penurias ha sufrido sea la que ha dinamitado España». Otro tanto podría decirse de lo sucedido en Chile, por estas mismas fechas, hace tres años. Jóvenes que no vivieron la dictadura de Pinochet y que crecieron en la democracia que tenía los mejores índices de desarrollo económico en América Latina decidieron prenderle fuego al país. Y si recordamos el perfil general de quienes protagonizaron el Mayo francés, los denostados y aburguesados ‘boomers’ de hoy, vemos que el mismo patrón se repite: mientras menos razones haya para protestar, más furibunda parece la protesta. Esta paradoja proviene, en realidad, de un error de perspectiva muy común. Como lo explica el politólogo mexicano Alberto Fernández en su ‘Breve historia de la juventud’, «no son los jóvenes más pauperizados y marginados los más proclives, estructuralmente hablando, a la revuelta contra el régimen de acumulación y su representación política; son precisamente los jóvenes, aquellas personas suspendidas por encima de las vicisitudes cotidianas de las relaciones de producción, los que detonan los grandes momentos de cambio social». Al evitarles el régimen de trabajo y subsistencia, la sociedad ha inventado a la juventud, explica Fernández. Y esta termina comportándose como lo que es: una especie de aristocracia que desdeña y se vuelve contra su propia razón de ser. Los ataques a obras de arte con sopa de tomate o puré de papas en los museos, como protesta contra la falta de políticas para frenar el cambio climático, son los más recientes episodios de esta rabia juvenil que ha acaparado la atención en los medios y las redes sociales. Sin embargo, me pareció más sintomático lo sucedido en el Reino Unido el 15 de octubre, cuando activistas vinculados con la ONG ‘Animal Rebellion’ coordinaron múltiples actos de protesta que consistieron en derramar litros de leche en distintos supermercados y establecimientos. Esas imágenes me hicieron recordar el verso de Nicanor Parra que dice: «Ordeñar una vaca y tirarle la leche en la cabeza». Que a su vez remite a una de las primeras escenas de ‘Viridiana’, de donde presumo que Parra pudo haberse inspirado. En la película de Buñuel , vemos al célebre personaje encarnado por S ilvia Pinal mientras un sirviente intenta enseñarle cómo ordeñar la vaca. El pudor monjil de Viridiana, que apenas puede tocar la ubre de la vaca, se lo impide. Toda la escena es observada con malicia por Rita, la pequeña hija de Ramona, el ama de casa. Rita está tomando su vaso de leche y de pronto mira con fijeza al animal y luego le derrama la leche en la cabeza. A Roberto Bolaño le fascinaba lo misterioso del verso de Parra. A mí también, durante mucho tiempo. Y no ha sido sino hasta ahora que creo haberlo entendido: es una metáfora perfecta de la juventud. Ser joven es derrochar lo propio y sobre todo lo ajeno. Quemar ese exceso de vida interior haciendo estallar el mundo exterior. Incluso, cuando no hay razón. Especialmente, cuando no hay razón.