W. H. Auden, en el año cuarenta del que fue nuestro siglo, ponía voz poética al yermo desarraigo de ser hombre en territorio inhumano. De los grandes poetas de ese tiempo, a igual dosis luminoso y horrible, pocos atestiguaron la tragedia: fueron almas contritas en un mundo de monstruos. Aún menos evocaron haber sido inquilinos del mal en algún páramo del coágulo de vidas que tejen una vida. Asomarse al espejo como a una paradoja, nos hace a Auden tan íntimo. ¿Quién, en el mundo hostil en que vivimos, no sopesa, al cerrar cada jornada, el balance sereno del poeta que enuncia lo más puro: que «el mal es inespectacular y siempre humano»? Con el Sófocles de Antígona, cada día...
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