Punta Cana (República Dominicana) hace ya varios otoños. Noviembre, en una terminal aeroportuaria a caballo entre el Acapulco de las películas dulzonas de Elvis Presley y la Cuba de Batista. Me disponía a coger el vuelo chárter de vuelta hacia España. Todos los trámites pasados, facturación completada, tarjeta de embarque en mano y camino de la puerta para acceder a la zona de salidas. De repente, una mesa improvisada en medio del pasillo en la que estaba sentado un señor de unos 120 kilos, camisa blanca impecable, imposible de evitar por ninguno de los pasajeros que estábamos debajo de aquel techo hecho con hojas de palma, en cola para salir del paraíso. ¿Ocurre algo? No, caballero, es que tiene que pagar 10 dólares. ¿Por? Es la tasa para salir del país. Ah, cartera y diez dólares para el fulano, que a cambio me dio un papelito que ya nadie volvería a pedirme, y que lo mismo podía ser un resguardo oficial, que el ticket de la cola del pescado. Acababa de pagar una tasa ¿turística? a un tipo que, por supuesto, no me amplió la información.