Lo peor de los indultos es que amaneció en Madrid, y la gente iba a sus cuidados. Al duro bregar, que diría Unamuno. Había gente que aprovechaba para cambiar las pesetillas, las tiendas de numismática tenían la clientela melancólica de siempre, y en la Plaza Mayor hubo quien miraba al cielo. En espera, quizá, de una respuesta que ni hubo ni habrá en telediarios o en grupos de wasap.
Quiero decir que después de la felonía consumada, el madrileño, indefenso, ponía la mejor cara que podía y así iba pasando el día. Los semáforos daban el pitido habitual, en la Cibeles alguien con un Hammer hizo una pirula y un señor mayor llevaba chaquetilla de entretiempo. Parece que ha pasado...
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