Confieso que no soy de los del café y la tostada diarios en el bar de debajo de mi casa, o al lado del trabajo, pero tengo también que revelarles que he mamado la cultura del bar desde siempre, porque nací en una ciudad, Bilbao –como en casi todas en España, sin duda- , donde el bar representa algo más que una barra en la que los parroquianos analizan desde el último resultado del equipo de sus amores a la, en los últimos meses, última cifra de contagios por el covid, ese virus que desde marzo del año pasado nos ha cambiado a todos la vida y, desagraciadamente, a peor. Y digo todos, porque a estas alturas pocos se libran de haber sufrido en sus cuerpos el azote del covid o de conocer a alguien sacudido con más o menos fuerza por la pandemia. De todo eso se habla en los bares, esos lugares mágicos a los que rindió homenaje Gabinete Caligari en ese temazo de finales de los 80, que desde el jueves vuelven a estar cerrados convirtiendo las calles de Alicante, y del resto de localidades de la provincia, en lugares tristes, casi fantasmagóricos por las tardes, en los que encoge el ánimo pasear este invierno.