Aquella recuperación en uve, prácticamente simétrica, que el Gobierno trazó para señalar la inmediata salida de la crisis provocada por la pandemia no deja de cambiar de forma y desvanecerse, reflejo de la parálisis económica a la que han conducido las decisiones del Ejecutivo, marcadas por la improvisación y el triunfalismo. El sector turístico, que estuvo en la base de la reconstrucción que siguió a la crisis financiera de hace una década, ha sido el más castigado por el cierre de fronteras y, este mismo verano, por los brotes y las cuarentenas impuestas desde el exterior a nuestros destinos más populares y rentables. Lo que fue un bote salvavidas es ahora el símbolo de un naufragio. No solo faltó planificación legislativa para frenar el avance de la pandemia y tratar de contener una segunda ola, sino medidas específicas para proteger nuestro mayor activo económico, un turismo que emplea al 13,5 por ciento de los trabajadores y cuyo peso en el PIB roza el 12 por ciento. La estadística de julio, con un desplome en las cifras de visitantes extranjeros y del gasto en el sector, refleja el daño infligido, por omisión, a un sector que de ser garantía ha pasado a ser lastre.
A diferencia de los países de nuestro entorno, cuya menor dependencia del turismo no les ha impedido alentar esta actividad con medidas fiscales y ayudas, España prefirió cantar victoria y fiarlo todo a una campaña publicitaria, interior y exterior, que ha sido la metáfora de un desastre anunciado. El programa económico esbozado ayer por Emmanuel Macron -de 100.000 millones de euros- contrasta con la inacción de un Ejecutivo cuya actividad se ha limitado a la petición de ayuda exterior, justo lo que ha negado al sector del que dependía la recuperación y el trazado de una uve cuyo ángulo no deja de caer, hasta condicionar, retrasar e incluso complicar cualquier normalidad.