Los libros se mueven, o, mejor, nos movemos nosotros. Y entonces el texto cambia, por mucho que las palabras que en él hay escritas sigan siendo las de siempre. Esto, justamente, es lo que me ha ocurrido con Rousseau, a quien sigo leyendo con curiosidad… y creciente desacuerdo. Un hecho sobre todos los demás me desvía del ginebrino: su aborrecimiento de la complejidad social. Se transluce este encono en el uso oximorónico que hace Rousseau de un neologismo, «perfectibilité», inventado por él mismo mientras componía el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad. Para Rousseau, la perfectibilidad es un azote, un baldón de la especie humana: cuanto más desarrollado el hombre, cuanto más inteligente, más insidiosas las vías...
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