El gran escritor Jonathan Swift (1667-1745) publicó, en 1726, bajo el pseudónimo de Lemuel Gulliver, su mejor obra: 'Viajes por varias remotas naciones del Mundo', texto que ha pasado a la posteridad con el nombre de 'Los viajes de Gulliver'. Swift, emulando a Miguel de Cervantes con 'El Quijote', redactó su creación como una sátira de los libros de viajes, género que estaba muy difundido en su tiempo. No obstante, al igual que en la obra del Ingenioso Hidalgo, tras la pátina cómica y burlesca hay un memorable ensayo, en el cual, usando el simbolismo y la ironía , criticaba la falta de sentido común y de racionalidad en la sociedad de sus días y cargaba contra las leyes y disposiciones que coartaban la libertad, arremetiendo contra los defectos del ser humano y, sobre todo, contra la casta política y la corrupción que imperaba en ella. En su día fue un gran éxito de ventas , teniendo entre sus lectores desde sesudos intelectuales a niños que apenas sabían leer. Desgraciadamente, esta obra es hoy considerada por la mayoría como un libro para la infancia, cuando lo que en él se expone son reflexiones profundas, plenamente vigentes en nuestro tiempo, pues es un ataque, apoyado por geniales razonamientos, a los vicios y la sandez humana. En ese texto, entre otros párrafos brillantes, figura el siguiente: «...aquel que hiciera crecer dos espigas de trigo o dos briznas de hierbas en un pedazo de terreno, donde antes solo crecía una, merece el agradecimiento de toda la humanidad, y sirve mejor a su país que todos los políticos juntos». Esta aseveración, plenamente acertada, tenía gran sentido en los años en que vivió Swift , pues el hambre acosaba perennemente a casi toda la humanidad. Desgraciadamente, el hombre tiene una memoria frágil y ya no recuerda que, desde el Neolítico hasta años muy recientes, las hambrunas han estado presentes de forma continuada en todas las civilizaciones. Por eso podemos decir que, hasta tiempos recientes, la historia del hombre ha sido la historia del hambre, puesto que era tan usual que solo ha quedado constancia de aquellas situaciones que destacaban, por lo trágico y grave, de lo que era habitual. Swift puso el dedo en la llaga al calificar la acción de aumentar la productividad agraria como uno de los mayores logros en pro de los hombres, pues el hambre no solo es un padecimiento, ya que a él se añade que es sinónimo de miseria y pobreza . En tiempos pasados, incluida la época en que vivió ese autor, la producción de alimentos no era capaz de satisfacer la demanda de la población, y parecía que ese desabastecimiento se iba a agrandar con el paso de los años. Afortunadamente, coincidiendo con la revolución industrial del siglo XIX , los campesinos empezaron a aplicar una serie de avances y descubrimientos en la agricultura y la ganadería que lograron que, por primera vez en la historia, en casi todos los sectores de algunas sociedades –las occidentales más avanzadas– el fantasma de las hambrunas desapareciera. A partir del comienzo de la segunda mitad del siglo XX, gracias a nuevos hallazgos y a la aplicación de métodos y técnicas revolucionarias en cultivos y cría de ganado, el progreso en la producción de alimentos se aceleró de forma vertiginosa. De ahí que se haya denominado a ese proceso la Revolución Verde . Fruto de ella, por ejemplo, ocurre que actualmente en España, aunque se siembra de trigo la mitad de superficie que en la posguerra, se produce una cantidad que dobla a la obtenida en esos años, o que una vaca lechera de las actuales sea capaz de darnos tanta leche como la que nos proporcionaban seis o siete de las de hace cincuenta años. Por otro lado, gracias a la visión de futuro de políticos de amplias miras, como Franklin D. Roosevelt o los fundadores de la Unión Europea, esos avances agronómicos y zootécnicos fueron reforzados con medidas económicas para el fomento de la agricultura y ganadería. El establecimiento de los 'deficit payments' , en EE. UU., y la PAC, en los países de la Unión Europea, lograron no únicamente un alto grado de autoabastecimiento de alimentos, sino que además esas naciones pasaran a ser grandes exportadoras, supliendo con sus excedentes las necesidades de muchas otras deficitarias. Además, a partir de ese momento, casi todas las viandas empezaron a ser tan relativamente baratas que comenzaron a ser asequibles para todos los estratos de la sociedad. Los controles sanitarios y bromatológicos sobre esos productos agrícolas y ganaderos, que eran sistemáticos, rigurosos y obedecían, en general, a criterios validados por la ciencia, garantizaron su calidad y que fueran seguros. En definitiva, se habían alcanzado en los países occidentales y asimilados la seguridad alimentaria y la independencia de las importaciones de terceros países, pues estas pasaron a ser de imperiosa necesidad a meramente complementarias. Si en algunos lugares esa política fue un logro, en la Unión Europea , con altas densidades de población y una relativamente pequeña superficie para la producción agropecuaria, fue un triunfo impensable. Al mismo tiempo, esa política ayudó a mantener un cierto número de agricultores y ganaderos, que contribuían a evitar la despoblación y a la estabilidad social. Sin embargo, ahora se ciernen negros nubarrones sobre ella. Algunos de nuestros dirigentes actuales –que no se parecen en nada a los que antaño diseñaron el sistema–, imbuidos por las teorías y elucubraciones emanadas por ciertos teóricos e iluminados, han decidido cambiar radicalmente de rumbo, sin pararse a pensar en las graves consecuencias que esta decisión puede acarrear. Esta nueva política es más que discutible porque la mayor parte de las ideas y cavilaciones en que se basa no han sido con- trastadas ni verificadas por la ciencia o la experiencia. Así, ahora en la UE se pretende implantar una serie de normas y reglamentos que, aparte de atentar contra el modo de vida de sus agricultores y ganaderos, van a reducir considerablemente la producción de alimentos, fiando que el déficit que se producirá de ellos será suplido con compras a terceros y así que nuestro continente se convertirá en una arcadia feliz, donde el campo, gracias a no aplicar los avances y descubrimientos de estos últimos doscientos años, se habrá convertido en un territorio virgen... pero sin producir el sustento de sus habitantes. En verdad, parece que nuestros políticos tienen una memoria de pez y ya han olvidado los problemas de desabastecimiento de productos industriales que produjo la pandemia, sin pararse a pensar que si perdemos la seguridad alimentaria y existe algún bloqueo del comercio mundial, como recientemente ha ocurrido, las consecuencias para la población pueden ser, cuando menos, preocupantes. Quizás de todas las malas consecuencias de esa política, la peor sea la previsible desaparición de gran número de explotaciones agropecuarias, con el consiguiente descenso drástico del número de agricultores y ganaderos. La implantación de la reducción indiscriminada del uso de fertilizantes, fitosanitarios y zoosanitarios, la obligatoriedad de disminuir la superficie de cultivo, las restricciones en el uso del agua para riego o la adopción de medidas encaminadas supuestamente a mejorar el bienestar animal , entre otras disposiciones, van a suponer un golpe tal en las cuentas de los productores de alimentos que muchos se verán avocados a abandonar su profesión y cerrar sus explotaciones, entre otras cosas por falta de rentabilidad , pues ya muchas están muy próximas a llegar a ese fatídico punto. No es que ese sector se oponga a la adopción de medidas en beneficio de la naturaleza y de la sociedad, pero cuando se haya verificado la posible ganancia por su implantación. Para ello, dichas medidas y disposiciones deben ser validadas por estudios y experiencias científicas rigurosas e imparciales, sin ningún sesgo ideológico, y siempre que se considere que van a tener un coste adicional, que al ser aplicado conllevará una elevación del precio de los alimentos , sobrecoste que el consumidor deberá estar dispuesto a pagar. Si ya hay una crisis entre las gentes del campo por toda una serie de causas, traducida en su envejecimiento y el nulo reemplazo generacional, tal y como parece que van a ir las cosas el agricultor y el ganadero van a ser unos especímenes en peligro de extinción . Tal vez los promotores de esta nueva agricultura y ganadería no han pensado que, si desaparecen ellos, que tienen formación, experiencia y, sobre todo, una dedicación muy difícil de asimilar por nuevos trabajadores, no podrán existir sus explotaciones. Ese rumbo nos llevará inevitablemente no solo a dilapidar una seguridad que nos es vital, sino también, a la larga, a que se encarezcan los alimentos y que su calidad, sobre todo la sanitaria, decaiga, pues en casi todos los países de donde provienen nuestras importaciones hay una reglamentación mucho más laxa que la nuestra, cuando no inexistente. Por otro lado, aunque el ritmo de incremento de la población en Europa no es tan considerable como en otros continentes, el número de sus habitantes sigue aumentando. Mientras, su superficie agraria continúa disminuyendo, pues el terreno urbanizado y el destinado a menesteres no agrarios sigue acrecentándose. Así, nos enfrentamos al problema de que en un futuro no muy lejano habrá que producir más con menos. Y a todo ello hay que sumar que los cambios meteorológicos que pueden ocasionar, entre otras cosas, una menor disponibilidad de agua en algunos países, entre ellos el nuestro. Ante este panorama, me pregunto: si este dislate del cambio de la política de producción de alimentos produce efectos muy lesivos para nuestra sociedad, ¿A quién reclamaremos? ¿Quién o quiénes se harán responsables de las posibles consecuencias? Creo que –contrariamente a lo que puede pensarse– Swift no se habría sorprendido de que hubiera dirigentes que preconizaran todo lo contrario de lo que él, con gran sensatez, defendió, considerándolo como una de las mayores contribuciones a la humanidad . Prueba de ello es la opinión que tenía de la mayor parte de ellos, que expuso en todos sus escritos, especialmente en su postrera obra, un opúsculo titulado 'El arte de la mentira política' , mentira que el escritor anglosajón definió en él como «el arte de hacer creer al pueblo falsedades...».