Si el deporte ya es una historia de superación en sí misma, los Juegos Paralímpicos alcanzan una nueva dimensión en este sentido, pues muchos de sus protagonistas han recibido golpes de la vida desde su nacimiento y, aún así, ha conseguido plegar la realidad a su antojo para ser campeones. Es Toni Ponce (Sitges, 37 años) uno de esos casos que llaman la atención. El catalán desfila por las veras de La Défense con una sonrisa, quitándole mucho hierro a la tensión que le rodea, también muy feliz porque acababa de conquistar su tercera plata en unos Juegos, en los 100 metros braza concretamente. La consiguió tras una épica remontada. Su salida no fue tan brillante como la de alguno de sus rivales, pero su premio fue a la constancia. Primero se deshizo del ucraniano Danylo Semenykhin y luego encaró con ambición al líder, el suizo Leo McCrea . Enmudecieron las gradas porque según pasaban los metros, Ponce estaba cada vez más cerca. Si la prueba hubiese durado un poco más, otro gallo cantaría y fue McCrea el oro, con un tiempo de 1:27:15, mientras que el español se hizo con la plata tras tocar la meta solo 2,28 segundos después. Su felicidad sí fue de oro. Pero detrás de ese feliz mantra a la hora de disfrutar del día a día se esconde una de esas historias que humedecen los ojos. Desde muy pequeño, a Ponce se le detectó una paraparepsia espástica bilateral, enfermedad degenerativa que al de Vilafranca de Penedes le afectó principalmente en el abdomen y en las piernas. Tenía tanto dolor en sus extremidades cuando era joven que incluso no podía dormir. Pero, como él mismo narra, siempre sintió que se discapacidad no era un problema de gravedad, pues sus padres le dieron mucho cariño y nunca sintió ninguna discriminación de sus compañeros de clase. Es lo llevó a enrolarse en el equipo de fútbol de su colegio. «No jugaba los partidos, per a mí con ir a entrenar los viernes, echar un par de carrera y chutar unos balones ya me parecía suficiente». Tuvo que convencer a sus padres, eso sí, ya que aunque dejaban sus problemas físicos en un segundo plano, le recordaban a menudo que no podía hacer las mismas cosas que los demás. Además del fútbol y el baloncesto, fue la natación otro de los palos que tocó, dados sus beneficios terapéuticos y de rehabilitación. Y tan normalizado tenían Toni y su entorno su discapacidad que incluso se pudo a competir contra personas sin minusvalía. Pero con 14 años , quedó última en una competición y tal fue el golpe psicológico que prometió no volver a meterse en una piscina para competir nunca más. Conociendo este episodio de su pasado, emociona mucho ver al catalán en lo alto de un podio paralímpico, con la bandera española ondeando ante la ferviente grada de La Défense. La culminación de un ciclo casi impoluto que comenzó con una plata en Tokio 2020 y que fue seguida de un sinfín de récords individuales y varias conquistas en los campeonatos del mundo. Un dominio que tuvo su comienzo en 2012, cuando el nadador se desplazó a Londres con su mujer para ver los Juegos Paralímpicos. Allí descubrió que había una categoría de natación, su primer amor, y recordó las palabras que le dijo se su madre antes de morir de cáncer en 2009. «Me dijo que tenía que hacer lo que quisiera, luchar por mis sueños y tirar para adelante, intentar luchar e ir a por ello. La muerte de mi madre nos cambió mucho el chip a la familia de cómo veíamos las cosas, sobre todo en el sentido de aprovechar la vida para hacer las cosas que uno quiere». Esa mentalidad y la insistencia de su pareja le llevó primero a adelgazar. Como había aparcado la práctica del deporte de manera regular su peso era de 120 kilogramos . Pero aún había otro problema. Sus médicos y neurólogos, cuando volvió de la capital británica, le recomendaron que no practicase deporte de élite, ya que eso podría acelerar el avance de su enfermedad degenerativa. «No te vas a morir por esta discapacidad. Yo como doctor te recomiendo que dejes el deporte de élite, pero como persona, te recomiendo que hagas lo que te haga feliz» Así, compite en la élite paralímpica desde 2017 y sus resultados fueron muy sonoros. Pero claro, cada vez le costaba caminar hasta el punto de que tomó la decisión, apoyada por su psicóloga, de comenzar a usar silla de ruedas. Todo mientras dirigía una clínica de fisioterapia en su ciudad natal por la tardes tras pasar toda la mañana entrenando en Barcelona . Confiesa Ponce que esa estricta y larga rutina le ayuda en el día a día, pero cuando tiene algún momento de flaqueza, se mira el tatuaje que hay sobre su hombro izquierdo, ese que siempre se acaricia antes de saltar a la piscina y que le recuerda las últimas frases de su madre antes de fallecer. «La vida hay que aprovecharla al máximo».