Tiene toda la pinta de que el Real Madrid va a ganar LaLiga, pero también tiene toda la pinta de que le va a costar todo el esfuerzo del mundo. Tuvo un día negro en Vallecas en la última jornada y tuvo que pelear mucho para superar al ordenado Sevilla de Quique Sánchez Flores. El Real Madrid fue de muy poco a mucho, subiendo revoluciones ya cuando miraba como caían los minutos del reloj y echando mano de Modric, ese jugador inmortal para el madridismo por todo lo que ha dado en puntos y victorias, eso en lo material; pero también en algo más abstracto como es la belleza ordenada, el dominio de tu oficio, ese conocimiento de los secretos que muy pocos tienen. Modric marcó un gol muy suyo, como el primero que hizo en un partido de Champions cuando aún tenía que ganarse un sitio en ese equipo de Mourinho y como tantos ha marcado en su carrera como madridista. No le quedan muchos de blanco al croata. Pero el que le hizo al Sevilla, en un día en que sumar otro empate consecutivo podía abrir dudas, tuvo ese sabor cómplice, de amigo en el que se puede confiar cuando las cosas se ponen feos.
Modric salió al campo en la segunda mitad y con él Ancelotti hizo otro cambio que tiene pinta que le apetece hacer más veces. Quitó a Nacho y puso a Tchouameni de central. Le apetece porque Nacho no es, esta temporada, ese futbolista tan fiable que siempre ha sido y también porque Tchouameni se tiene que pensar mucho lo de ser central. A veces, bueno casi siempre, nos engañamos, sobre nuestras capacidades y el centrocampista francés quiere ser centrocampista, pero le pega mucho más jugar de central.
Con él en el centro del campo, el Real Madrid se pasó la primera parte sin apenas hacer nada reseñable. No fue culpa única de Tchouameni o no más que otros, porque fue un Madrid sin inspiración colectiva, fiándose demasiado de las jugadas de los brasileños arriba, a veces demasiado ensimismados en si mismos, sin levantar la cabeza hacia los demás; o fiándose, también, de la genialidad de Brahim, que no va a llegar todos los días. Le falta peso al joven futbolista, imponerse el en campo y que se juegue a lo que él quiera que se jugue.
No se jugó nada en realidad durante la primera parte, con el Sevilla sin hacer daño porque su plan era no despistarse y buscar una contra. Atrás mandaba Ramos con Bade al lado. El ex madridista fue aplaudido cuando la megafonía del estadio dejó su nombre para el último de la alienación del Sevilla, fue levemente pitado después y tranquilamente olvidado el resto del partido. El fútbol es así de extraño: se quiere a los jugadores por lo que son con la camiseta de tu equipo; si juegan con otra pasa a ser uno de los demás. Hasta que se retire y entonces la memoria de los buenos momentos se imponga sobre los demás. Se es más cariñoso con el pasado que con el presente.
El Sevilla de Ramos también esperó a la segunda parte para hacer daño y estuvo muy cerca. Un remate del joven Isaac Romero, desde el área pequeña, a toda velocidad, lo sacó Lunin con la rodilla, en una aparición casi milagrosa. Se ha convertido en alguien de fiar el frío portero de Ucrania.
No hizo más el Sevilla en ataque. Lo mejor fue los momentos de Ocampos, pero el resto se fue hundiendo con el paso de los minutos, el definitivo empuje del Madrid, la salida de Modric y el cambio de árbitro. No pudo seguir el titular por una lesión y, en la segunda mitad, salió el cuarto, un joven de 27 años que sólo había arbitrado en Primera Federación. Todo se tranquilizó con él en el campo. Mientras se hacía el cambio, la gra del Bernabéu gritó que salga Negreira. Es ese escándalo lo que ha envenenado el fútbol español y los árbitros ahora son protagonistas indiscutibles de todo lo que pasa, lo que no ayuda a la tranquilidad de nadie.
Fue el Madrid muy superior ya en esa segunda parte, con más ocasiones, más fútbol, más pinta de campeón.