En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las sombras estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.
Así empieza el Génesis.
Ciertamente se trata de una cita algo predecible o, lo que es igual, algo provocativa. Sobre todo, si tomamos en cuenta que quiero hablar sobre un libro de fotografía donde las sombras juegan un papel crucial. Pero más allá de las legítimas objeciones que suscite la dichosa referencia bíblica, estimo pertinente aludir a ella en tanto nos permite comprender el simbolismo tan poderoso de las sombras. Quiero decir: si le creemos al Génesis, las sombras son, quizás, los únicos restos vivos de la prehistoria de la creación. Son lo único, junto con el espíritu de Dios que vagaba entre las aguas, que sobrevivió al Fiat lux.
O sea, lo único que no fue sepultado.
Las sombras son, así, luz en ruinas.
O viceversa.
Quizás por eso, cada vez que asistimos a ellas, de alguna manera, asistimos a una suerte de Pompeya elusiva.
Es casi seguro, por otro lado, que nuestros recuerdos más remotos se remontan a las difusas experiencias visuales dentro del útero y a las graves percepciones de los latidos cardiacos de nuestra madre. O sea, si le creemos a Hume cuando decía que la mente es un haz de percepciones, entonces, resulta lícito conjeturar que nuestra mente se configura a partir de sombras y ritmos.
En cierto modo, la alegoría de la Caverna de Platón sigue determinando nuestras nociones epistemológicas más básicas: somos prisioneros dentro de una caverna y tan solo vemos las sombras proyectadas por objetos. Nacemos y creemos haber salido de la caverna, pero, en realidad, pasamos de una caverna a otra, como en una matrioska de cavernas. Y por eso aquello que consideramos certeza, en definitiva, no es más que sombra de un algo indefinido, por lo pronto, inasible.
Insistir en que la matriz cultural cristiana-occidental se funda en la dicotomía luz y sombras, con todo, resulta insustancial. Podríamos hablar de la divinidad de la luz y el carácter pagano de las sombras. O podríamos hablar de la oposición entre ilustración y romanticismo, entre ciencia y poesía, entre razón y corazón. Pero nada de eso sería tan estimulante como la maravillosa disquisición de Jack London que aparece en La sombra y el relámpago a propósito de la invisibilidad.
Sucede, cómo no, con dos hermanos rivales.
Cabe recordar que, en el siglo XIX, a diferencia de hoy, la invisibilidad era una pretensión bastante seria: todo era vitrina y las visiones del mundo y de la Historia eran una pantalla transparente. Si hoy ante todo pretendemos figurar, aparecer, ser visibles, en el siglo XIX, el siglo de las masas, sucedía algo totalmente distinto.
Los dos hermanos del cuento de London, entonces, se enfrascan en una disputa para alcanzar la dichosa invisibilidad mediante procedimientos químicos y ciencia arcana.
El primero opta por desarrollar un pigmento negro absoluto, negro total. Según dice, el color es una sensación que carece de realidad objetiva y todos los objetos son negros en la oscuridad y, por tanto, es imposible verlos en tales circunstancias.
El segundo hermano, por su parte, opina que no, que jamás, que esa consideración es omisa pues ignora algo crucial: la sombra. Para él, la forma de alcanzar la invisibilidad parte, por el contrario, de la trasparencia.
Ambos hermanos, en términos efectivos, logran su objetivo: se hacen invisibles. Y, al final, en una cancha de tenis aparentemente desnuda, libran una batalla fatal de la que solamente se perciben relámpagos y atisbos de sombra. De manera, acaso, salomónica, el narrador protagonista se muestra desencantado ante ese desenlace fatídico y asegura que ya no le interesa la investigación química ni la ciencia y que, en su lugar, ha vuelto a cosechar rosales.
Los colores de la naturaleza, según dice, le bastan. Y con esa frase, de alguna manera, London toma partido por el romanticismo.
Al igual que Gorki, al igual que London, Jürgen Ureña comprende que la sensibilidad del mundo se sustenta en esa operación inestable, a veces caótica, de las sombras y las trasparencias.
Ocurre con el cine.
Ocurre con la fotografía.
Y ocurre, también, con la posibilidad de conocer.
El libro de fotografías La otra orilla, según el propio Ureña, fue detonado entre otras cosas por el viejo hábito de la caminata. Michel Onfray alguna vez dijo que Emerson era un filósofo de habitación mientras que era Thoreau, un pensador del campo. Siguiendo esa distinción (nuevamente maniquea), podríamos decir que Jurgen, claramente, es thoreauiano. Y es que, si Thoreau definió al hombre libre como aquel que está listo para salir a caminar, bien vale decir que Jurgen Ureña no solo es un hombre libre que está listo para salir a caminar, sino que es un hombre listo para salir a fotografiar.
Libro de fotografía publicado por Editorial Abyad y presentado hace unas semanas en la Galería Talentum, en el barrio Amón de San José. La otra orilla está disponible en las librerías Andante, Duluoz e Internacional.
El autor es escritor y productor radiofónico.