Los votantes estadounidenses añoraban un cambio, y el martes le otorgaron la presidencia a la persona que anunció la mayor disrupción política, económica e institucional en la historia del país. Donald Trump, candidato republicano, no solo ganó una cómoda —aunque no dramática— mayoría del Colegio Electoral, sino también el voto popular, por un margen de tres puntos porcentuales y casi cinco millones de votos sobre su contendiente demócrata, Kamala Harris. Además, su partido controlará el Senado y es posible que retenga el de la Cámara de Representantes, aunque sea por un pequeño margen. Lo sabremos muy pronto.
El triunfo, no hay duda, es contundente. Al posible dominio total del legislativo se añade una Corte Suprema de Justicia con mayoría conservadora que, en julio de este año, decidió reconocer a los presidentes inmunidad penal por las decisiones que tomen en ejercicio del cargo. “Estados Unidos nos ha dado un mandato sin precedentes y poderoso”, declaró Trump la madrugada del miércoles, al reaccionar a su victoria, y se apresuró a anunciar cómo lo ejercerá: “Prometo gobernar desde una simple consigna: promesa hecha, promesa cumplida”.
Son precisamente esas promesas las que generan enorme inquietud. Además de insistir en la falsedad de haber ganado las elecciones del 2020, Trump prometió durante la campaña deportaciones masivas de migrantes indocumentados; represalias y hasta el uso de la fuerza contra sus adversarios, que califica como “los enemigos internos”; el control y la politización del Departamento de Justicia, que en Estados Unidos ejerce como fiscalía federal; el despido de funcionarios de carrera que ejerzan criterios independientes adversos a los suyos; y la selección de sus principales colaboradores con un criterio que trasciende su competencia: la lealtad personal y política absoluta.
La emergencia de destructivas guerras comerciales será inevitable si cumple con otro de sus anuncios: un arancel del 20 % a todas las importaciones de Estados Unidos, junto con severas restricciones casuísticas a flujos desde China y México, entre otros países. A esto se añade su desdén por las reglas comerciales globales y su principal fuente: la Organización Mundial del Comercio.
En el frente económico interno, dijo que eliminará (sin criterios técnicos conocidos) una serie de impuestos, con lo cual se agudizarían los enormes déficit y deuda del gobierno, y que dejará de aplicar una serie de regulaciones para reducir la huella de carbono de las empresas. Esto va en consonancia con su desdén por el desafío del cambio climático, del que hizo gala durante su primer mandato (2017-2021), al abandonar el Acuerdo de París.
Su admiración por dirigentes autoritarios, como Vladímir Putin, Xi Jinpig, Viktor Orbán y hasta Kim Jong-un, es otra gran fuente de inquietud. Pero más preocupante es su desdén por las alianzas estadounidenses, en particular la OTAN, eje de la defensa euroatlántica; su visión transaccional de las relaciones internacionales, su posible abandono de Ucrania en su heroica resistencia contra la invasión rusa y un apoyo casi irrestricto a las estrategias guerreristas del gobierno israelí de Benjamin Netanyahu.
Ante un repertorio de esta índole, la incertidumbre no es sobre sus intenciones, sino sobre la medida que será capaz de materializarlas y su impacto. La naturaleza federal del sistema estadounidense acotará algunas consecuencias y puede crear fuertes enclaves de resistencia, lo mismo que la acción de cortes federales y estatales, las organizaciones de la sociedad civil, la prensa independiente y una oposición demócrata que, aunque seriamente debilitada, está viva y es capaz de regenerarse. Además, la reacción de los mercados, sobre todo financieros, será un elemento de contención para algunas de las peores decisiones económicas.
Estos posibles compensadores, sin embargo, son mínimos en política exterior y de defensa, donde el poder de decisión del Ejecutivo es enorme. Sin embargo, tampoco es ilimitado, porque muchas variables externas son incontrolables, y así como pueden acentuar, también pueden diluir la capacidad de influencia estadounidense, sea para bien o para mal.
Nada de lo anterior, sin embargo, produce tranquilidad, sino ligeras posibilidades de contención. Como dijimos el domingo en otro editorial, en el fondo está en juego el futuro de la democracia estadounidense. Los augurios no llaman al optimismo.