Hace un año, Oriente Medio parecía preparado para un gran avance: la normalización de las relaciones diplomáticas entre Arabia Saudita e Israel. En términos más generales, la administración del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, pregonaba una desescalada de las tensiones en la región. Estados Unidos hasta parecía haber llegado a algún acuerdo informal con Irán, al no aplicar sanciones petroleras y al permitirle recibir varios miles de millones de dólares de Irak por gas natural y electricidad. A cambio, Irán iba a diluir parte del uranio que había enriquecido al 60 % (cerca del grado de armas nucleares) y prohibirles a los chiitas disparar contra fuerzas estadounidenses en Irak y Siria.
Luego ocurrió el ataque horroroso de Hamás del 7 de octubre. Con Hamás infiltrado en zonas de Gaza densamente pobladas, y sus líderes y combatientes ocultos en túneles, Israel enfrentó un dilema cruel: apuntar contra líderes, combatientes e infraestructura militar de Hamás, y matar a muchísimos civiles, u olvidarse de Gaza y permitir que Hamás se preparara para atacar a Israel otra vez.
Después del 7 de octubre, ningún gobierno israelí podía no intentar destruir a Hamás. El precio para Gaza ha sido devastador, y a Israel la guerra en Gaza le ha costado la vida de varios cientos de soldados y ha aumentado su aislamiento internacional.
Si bien todavía no está claro si Israel e Irán entrarán en un conflicto que pareciera ser difícil de contener, existen posibilidades de un cambio drástico en la región. Esto exigirá que Israel recuerde que sus logros militares notables tienen que traducirse en resultados políticos.
Consideremos que Israel ha destruido 23 de los 24 batallones de Hamás, junto con sus estructuras de mando y control, y una parte significativa de su infraestructura militar (depósitos de armas, laboratorios e instalaciones de producción de armamentos y túneles). El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, declaró en las Naciones Unidas que el 90 % de los cohetes de Hamás han desaparecido.
Israel también ha debilitado de manera contundente a Hizbulá —aliado más importante de Irán, que suministró tropas de choque para intervenciones iraníes en la región y capacitó a otras milicias respaldadas por Irán, ayudándolas a desarrollar y producir sus propias armas-. Por otra parte, decenas de miles de misiles de Hizbulá sirvieron para disuadir a Israel de atacar la infraestructura nuclear iraní.
El debilitamiento de Hizbulá priva a Irán de una de sus principales herramientas de intimidación y coerción, y crea una oportunidad para que el Estado libanés reclame su soberanía en todo su territorio. Lo que Irán llama el “eje de la resistencia” parece mucho menos amenazante hoy.
Asimismo, las pérdidas de Irán probablemente ya hayan generado un debate interno sobre el alto costo que implica respaldar a sus proxies —una inversión que hoy parece en gran medida perdida—. Es verdad, el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica lleva la voz cantante en estos debates, pero esos cuestionamientos tendrán consecuencias con el tiempo.
Por supuesto, las represalias de Israel contra Irán por su reciente bombardeo de misiles, y la respuesta de Irán, causan estragos en la región. Pero si se logra controlar el conflicto cara a cara y este acaba pronto, la administración Biden debería actuar para aprovechar el debilitamiento de Hamás y Hizbulá.
Se pueden tomar varias medidas. Primero, Biden debería intentar llegar a un acuerdo con Netanyahu sobre lo que constituye un triunfo, para que Netanyahu pueda poner fin a la guerra en Gaza, siempre que los rehenes capturados en Israel el 7 de octubre sean liberados. Netanyahu necesitará ver mecanismos muy reales para impedir el contrabando y recortar el financiamiento a Hamás para que no pueda reconstituirse como una amenaza militar.
Por otra parte, Netanyahu querrá saber que existe un plan para que las fuerzas árabes e internacionales administren Gaza hasta que intervenga una Autoridad Palestina (PA) reformada. Netanyahu no quiere quedarse en Gaza para siempre y necesita saber que existe una alternativa para Hamás.
Es cierto, algunos de los ministros de Netanyahu, liderados por Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich, se opondrán a devolver el control de Gaza a la AP en el futuro. Pero Netanyahu es políticamente más fuerte, dadas las hazañas militares de Israel, y entiende que, sin una alternativa palestina para Hamás, se producirá un vacío político que probablemente sea ocupado por extremistas.
Biden y su equipo también tienen que completar el acuerdo de normalización entre Arabia Saudita e Israel. Los saudíes no lo harán a menos que la guerra termine, lo que debería ayudar a motivar a Netanyahu para adjudicarse el éxito y dar fin al conflicto.
A Donald Trump seguramente le gustaría finalizar el acuerdo si regresara a la Casa Blanca, pero una condición saudita fundamental para la normalización con Israel es un tratado de defensa con Estados Unidos. Biden necesita la mayoría de dos tercios en el Senado para suscribir un tratado, porque los republicanos lo respaldarán y Biden obtendrá los votos demócratas que le hagan falta, especialmente porque este sería su último acto.
Pero dadas las opiniones que los demócratas tienen de Trump, y de los saudíes, es poco probable que le den a Trump los votos que necesite. (En el mejor de los casos, a Trump le haría falta que por lo menos 15 senadores demócratas apoyaran un tratado de estas características, lo que es poco probable).
La normalización tendría un efecto transformador en la región en gran medida porque exige lo que el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, llama un “camino creíble hacia un estado palestino” que esté limitado en el tiempo y basado en condiciones. Esto último significa que los palestinos tendrán que demostrar que un estado palestino no será ni un estado fallido, ni una amenaza para Israel o Jordania, ni un socio islamista de los opositores en la región.
Con las amenazas que lo acechaban debilitadas, un progreso con los saudíes le permitiría a Netanyahu mostrar de qué manera —más allá de la calamidad del 7 de octubre del 2023— transformó la región, la seguridad israelí y las perspectivas para el futuro de Israel. Y, dados los costos elevados de la guerra, la perspectiva de una fuerte inversión extranjera en Israel y de acuerdos con los Estados del Golfo será vital.
El príncipe de la corona saudí, Mohamed bin Salmán, por su parte, obtendría un tratado de defensa con Estados Unidos —que no tiene ningún otro país en la región, ni siquiera Israel—, así como una alianza con Estados Unidos en materia de energías nuclear y renovables e inteligencia artificial, además de un camino hacia un estado palestino. Y Biden podría decir que pudo poner fin a la guerra y generar un futuro más esperanzador para la región.
No hay que dar nada de esto por sentado. Pero la derrota de Hamás y Hizbulá —y el debilitamiento del eje iraní— deben ser vistos en términos estratégicos. En pocas palabras, crea una oportunidad para transformar no solo a Gaza y al Líbano, sino también a gran parte de la región.
Dennis Ross, miembro del Instituto de Washington para Políticas de Oriente Próximo, fue director de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado norteamericano en la presidencia de George H.W. Bush, coordinador especial para Oriente Medio en la presidencia de Bill Clinton y asesor especial para el golfo Pérsico y el sudoeste asiático para la exsecretaria de Estado Hillary Clinton.
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