Todo puede cambiar en 24 horas. Es una realidad que muchos hemos experimentado de manera abrupta y dolorosa. Lo que parecía ser un camino claro y lleno de certezas, en cuestión de un día, se desmorona y se transforma en caos y desilusión.
Llevamos meses cargando dolores, incertidumbre y el peso de eventos que sacuden nuestras vidas. Sin embargo, junto con este corazón roto, también tenemos una convicción: a pesar de la desolación, la esperanza nos sostiene.
El ataque del 7 de octubre marcó un antes y un después en el conflicto del Medio Oriente, pero también en la vida de quienes pertenecemos al pueblo judío. Hace un año, terroristas de Hamás cruzaron la frontera de Gaza hacia el sur de Israel y perpetraron masacres indiscriminadas en varias comunidades y en el festival musical Nova.
El ataque resultó en más de 1.200 muertos y más de 250 personas secuestradas, incluidos bebés y ancianos, de los cuales 101 aún permanecen en cautiverio. Las imágenes de cuerpos mutilados, mujeres violadas y rehenes secuestrados por Hamás se difundieron ampliamente en las redes sociales, muchas veces grabadas por los propios perpetradores. El ataque no solo fue devastador en términos de pérdidas humanas, también se convirtió en una herramienta de propaganda del terror.
A lo largo de los siglos, los judíos hemos vivido persecuciones, pogromos, holocaustos, exilios y genocidios, eventos que, aunque dolorosos, conocíamos a través de libros, museos y monumentos, pero no como algo vivido en carne propia. El 7 de octubre, por primera vez en la historia de esta generación, sentimos en nuestra piel lo que es vivir como judíos sin el amparo de un refugio seguro. Experimentamos una vulnerabilidad absoluta, un recordatorio cruel de lo que significa la falta de protección.
Pero la verdadera guerra fuera de la zona de conflicto comenzó después: la guerra contra la desilusión. Esa batalla interna que se libra cuando el mundo parece haberse vuelto loco, cuando aquellos que deberían ser nuestros aliados y defensores nos dan la espalda, cuando las voces que deberían clamar por justicia permanecen en silencio o, peor aún, justifican la violencia. En ese momento, nos enfrentamos a una desilusión profunda: ver al mundo distorsionando lo que es obvio, justificando lo injustificable.
Aún más devastador es ver cómo algunas voces, supuestamente a favor del pueblo palestino, terminan yendo en su contra. Porque el mayor enemigo que tienen no está en Israel, sino en Hamás, Hizbulá, los hutíes, el Estado Islámico y cada intento de sembrar el terror. Esta vez, el pueblo judío no se quedará en silencio y responderá. Si en 1948 hubieran aceptado la solución de dos estados, hoy tendrían su propia tierra.
Si no tuvieran como principio y ley fundamental “echar a los judíos al mar”, si no hubieran rechazado la paz, las negociaciones y el reconocimiento del Estado de Israel, si hubieran aceptado las diversas propuestas de paz en estos 75 años, tendrían su estado. En lugar de eso, construyeron túneles donde no había un solo metro de ocupación israelí, durante un “alto el fuego”, y apostaron nuevamente por el terror. Decidieron violar, matar y quemar a niños, mujeres, hombres y ancianos. Decidieron lanzar decenas de miles de misiles sobre poblaciones civiles, que hoy serían grandes cementerios si no fuera por un Estado que los protege.
En medio de este caos, lo único que nos queda es la esperanza, grabada en nuestro ADN. No es casualidad que el himno de Israel, “Hatikva”, signifique “La esperanza”. Es la convicción de que, por más rotos que estemos, no debemos perder la fe en un futuro mejor. La historia ha demostrado que somos un pueblo resiliente, que se ha levantado una y otra vez de la destrucción, reconstruyendo naciones, fundando universidades, apostando por la educación y la democracia, y generando un centro mundial de innovación y libertad de expresión en Tel Aviv, quizá el mayor, si no único, del Medio Oriente.
El rabino Jonathan Sacks afirma que la noción de esperanza es una de las grandes contribuciones del judaísmo a la civilización occidental. “No todas las culturas promueven la esperanza. En muchas de ellas, el tiempo es cíclico. Lo que ha sido, será. La historia es un conjunto de eternas recurrencias. Nada cambia jamás. La vida es trágica”. En contraposición, “el judaísmo niega la tragedia en nombre de la esperanza... Ninguna derrota es definitiva, ningún exilio es interminable, ninguna calamidad tiene la última palabra en la historia”. Por eso, “los judíos mantuvieron viva la esperanza, y la esperanza mantuvo vivo al pueblo judío”.
Enfrentamos un nuevo desafío, pero no debemos permitir que el mundo nos cambie. Nuestra esencia, nuestra independencia y nuestra libertad no pueden ser alteradas por las circunstancias. Seguimos siendo portadores de la llama de la esperanza en un mundo quebrado. Es nuestra responsabilidad mantenerla viva, tanto para nosotros como para las generaciones futuras. Por eso, ganaremos la batalla contra el terror y contra aquellos que quieren destruirnos. Espero que también ganemos la batalla contra la desilusión.
Marcelo Burman es expresidente Bnai Brith Costa Rica.