El sistema chino es rutinariamente clasificado como comunista. Los mismos dirigentes chinos pertenecen a lo que autodenominan el Partido Comunista, y al sistema se refieren como “comunismo con características chinas”.
El uso de ese término explica en buena parte el antagonismo prevaleciente contra China en muchas sociedades occidentales y podría ser la causa última de peligrosos conflictos en el futuro. Pero ¿se corresponde el sistema socioeconómico y político chino con la definición de comunismo?
El comunismo es un sistema en el cual el Estado (en representación de la sociedad o comunidad) es el dueño de los medios de producción y decide qué, cómo, para quién y cuánto se produce. Por lo tanto, no hay propiedad privada ni libertad o iniciativa individual para decidir qué consumir o para resolver esas preguntas atinentes a la producción. En ese modelo, el acceso a productos de consumo está determinado por las necesidades de cada individuo, por lo que no existen diferencias en cuando al nivel de vida, ni clases sociales diferenciadas por ese factor.
A un sistema cercano a esa caracterización aspiraba China a partir de 1949, en la era de Mao Zedong. Bajo su liderazgo se colectivizó la actividad agrícola, el Estado se apropió de la tierra del país y prácticamente todo el sector industrial pasó a manos del Estado.
Sin embargo, como resultado de reformas profundas acordadas a finales de 1978, bajo el liderazgo de Deng Xiaoping, China comenzó a crear amplios espacios para la empresa privada, la iniciativa individual y la inversión extranjera. El purismo ideológico fue sustituido por la búsqueda de resultados económicos y sociales, en el marco de una perspectiva pragmática, resumida en la conocida declaración de Deng Xiaoping: “No importa si el gato es blanco o negro, mientras cace ratones”.
Las reformas promercado y empresa privada, y la consolidación de una economía mixta coinciden con logros extraordinarios. Entre 1980 y el 2010, el PIB chino creció a una tasa cercana al 10 % anual y 800 millones de personas fueron sacadas de la pobreza. Estos gigantescos logros económicos y sociales no tienen parangón en la historia. Hoy día, el mundo se preocupa (¡o alegra!) del “lento” crecimiento chino, dado que ronda el 5 % anual. Pero debe tomarse nota de que la tasa correspondiente a Estados Unidos, Alemania y Japón es del 2,7, el 0,2 y el 0,9, y el promedio para la Unión Europea es el 0,7 % y para el G7, 1,5 %.
China solo es superada por Estados Unidos en cuanto al tamaño del PIB y es líder indiscutible en la producción de una gran cantidad de productos industriales de alta tecnología. Su eficiencia y competitividad son tales que los líderes occidentales más ideológicamente persuadidos de las bondades del libre comercio y la teoría de la ventaja comparativa están recurriendo a una serie de medidas proteccionistas para impedir que sus sectores industriales sean arrasados por las exportaciones chinas.
Se alega que esas medidas son necesarias porque el gobierno chino subsidia sus empresas, lo cual supuestamente crea una competencia desleal. La magnitud de esos subsidios es desconocida, pero existen… tanto como existen y han existido en Estados Unidos, Europa y Japón subsidios y exoneraciones fiscales a industrias específicas, escogidas por sus impactos sociales, geográficos, militares o tecnológicos. Solo basta con mirar las páginas de este periódico del 27 de agosto para constatar un ejemplo de esos subsidios (”País abre talleres de semiconductores en el marco de la Chips Act”, página 23).
A pesar de esa apertura a las fuerzas del mercado y a la empresa privada, el Estado chino sigue siendo propietario de importantes segmentos en el campo de la banca, la energía, el transporte y otros sectores. En general, la participación estatal directa en la producción es mucho más significativa que en Estados Unidos, aunque semejante a la que era característica de Europa Occidental antes de 1980.
En fin, el sistema chino está lejos de ser comunista. Pero atribuirle esa denominación sirve para justificar ante las masas de votantes de Estados Unidos y Europa medidas económicas dirigidas a proteger los sectores empresariales de esos países y a fortalecer los gastos militares (y los negocios del complejo militar-industrial).
Muchos sectores empresariales de Occidente y países como el nuestro, efectivamente, creen que China es comunista, por lo que temen que si sigue fortaleciéndose eventualmente el sistema sea adoptado y sus riquezas expropiadas. Por ello participan de la beligerancia anti-China.
Lo cierto es que China no es comunista, pues el sector privado y la iniciativa individual tienen una fuerte presencia y existen grandes espacios para las fuerzas del mercado, lo que explica los éxitos posteriores a 1978. Pero si fuera comunista, ello implicaría que el comunismo es un excelente sistema socioeconómico. Dicho de otra manera, o China no es comunista o el comunismo es un excelente sistema para el crecimiento económico y la reducción de la pobreza.
En lo político, China es un “Estado de partido único”, con las consecuentes limitaciones a numerosas libertades. Pero eso no la hace comunista. Si así fuera, entonces el Chile de Pinochet habría sido comunista. Y ni que decir de las monarquías del golfo Pérsico, como Arabia Saudita. Esta debería denominarse “Estado de familia única”, pero jamás, por ello, comunista.
Las confusiones derivadas de la propaganda interna de los dirigentes chinos, que siguen denominando su sistema como comunista, y de la propaganda occidental contra la China “comunista” trascienden la semántica.
Para los líderes chinos es difícil aceptar que su sistema no es comunista, porque desde la fundación del partido en 1923 su estrategia fue convencer al pueblo chino de que el colectivismo marxista tenía las respuestas. Con esa propaganda, el partido ganó la guerra civil contra el Kuomintang y gobierna desde 1949. Aceptar que los éxitos económicos y sociales llegan cuando abandonan el comunismo no calza para nada con esa propaganda. Por ello deciden seguir llamándose comunistas (¿posverdad en China?).
En Occidente, la secuencia lógica propagandística parte de una verdad para llegar a una mentira: “El comunismo es malo, China es comunista, por lo tanto, China es mala” (¿posverdad en Occidente?). Esa mentira ha sido impregnada en los corazones y mentes de millones de personas en el mundo, creando escenarios en las democracias para justificar actitudes económicas y militares agresivas contra China y, eventualmente, nuevas guerras (y nuevos beneficios para los políticos y empresarios que ganan con ellas).
El comunismo fue un rotundo fracaso, tanto desde el punto de vista económico-social como en relación con las libertades básicas y los derechos humanos. Pero el sistema chino no es comunista. Si alguien va a odiar o temer a ese país, que encuentre sus razones, pero no puede ser porque es comunista, porque no lo es.
El autor es economista.