Entre las organizaciones involucradas en la marcha por la educación, las universidades destacan por su poder de convocatoria. La capacidad de movilizar a los estudiantes garantiza su preeminencia y termina por convertir la demanda general de financiamiento para la educación en una exigencia particular de recursos para las casas de enseñanza superior.
A juzgar por la marcha, sus antecedentes y epílogo, es fácil confundir la protesta por el recorte presupuestario del 5,2 % del producto interno bruto en el 2024 al 4,8 % en el 2025, con la pugna por el Fondo Especial para la Educación Superior (FEES). Pero el 4,8 % es la totalidad del presupuesto educativo, incluidos los recursos de las universidades, que no son el sector más afectado por la restricción.
La marcha nace de los desacuerdos entre los rectores y el gobierno sobre el porcentaje de aumento del FEES. Constatada la imposibilidad de llegar más lejos mediante las conversaciones, la convocatoria de la manifestación nace de las universidades y adopta el carácter de marcha por la educación para ampliar la sombrilla, atraer a sindicatos de maestros y a otras organizaciones.
No media engaño ni intención de perpetrarlo, pero la fuerza de las universidades se impone y desplaza al resto del sistema educativo y sus apremiantes necesidades. El epílogo es la presentación del documento para solicitar a la Asamblea Legislativa fijar el aumento del FEES. También hay un Pacto Nacional por la Educación Pública para exigir mayor presupuesto en todos los niveles del sistema, pero queda relegado a segundo plano.
Nuestra información del miércoles sobre la marcha, es preciso confesarlo, constituye un fiel reflejo del fenómeno. Inmediatamente después de describir el pacto firmado por las 70 organizaciones integradas a la manifestación, escribimos: “La protesta se da en el contexto de fricción entre las universidades estatales y el gobierno por el fracaso en la negociación del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) para el 2025, pues los rectores solicitaron un aumento del 4,06 % y el Poder Ejecutivo solo estaba dispuesto a un ajuste del 1 %, equivalente a ¢5.761 millones, aproximadamente”.
El drama de la educación preescolar, primaria y secundaria prácticamente desaparece, pero es ahí, no en las universidades, donde se puede hablar de la verdadera miseria del sistema educativo. Hay un centenar de planteles cerrados debido a órdenes sanitarias y muchos más con necesidad de reparaciones urgentes. Las conexiones de internet son una promesa incumplida, así como la dotación del equipo necesario para la enseñanza informática. Cien mil niños dejaron de recibir becas y los programas de transporte y comedores escolares sufren deterioro.
En cuanto a la enseñanza propiamente dicha, las mismas universidades se ven obligadas a ofrecer cursos de nivelación a los nuevos estudiantes, aunque están entre los mejor preparados de sus promociones porque superaron exámenes de admisión y otros obstáculos para acceder a la educación superior.
Justamente este jueves, Astrid Fischel, exministra de Educación y exvicepresidenta de la República, renunció al Consejo Superior de Educación, entre otras razones, por “la significativa y creciente reducción del presupuesto social, y en particular de los recursos asignados a la educación”, lo cual “compromete las posibilidades de un crecimiento económico equitativo”.
El FEES es importante y el gobierno no condujo las negociaciones con la disposición al diálogo esperada. Las universidades deben contar con los recursos necesarios para cumplir su trascendental misión, sin incurrir en los excesos del pasado, pero si de establecer prioridades se trata, urge fijar la vista en otra parte.