Está claro que el malestar de la juventud es grande. Preocupa, pero no sorprende. Solo este año se han hecho virales videos de peleas en restaurantes y entre choferes en plena calle. El narcotráfico aumenta, hay asaltos y homicidios a plena luz del día, y en una ocasión, cuatro jóvenes perdieron a su padre en una riña por una paja de agua.
A la vez, las denuncias por violencia doméstica siguen en aumento. En las redes sociales, los mensajes de odio, burla y desprecio se han vuelto tan fuertes que, el año pasado, la Unesco llamó la atención sobre el fenómeno.
¿Realmente creímos que tanta violencia en la sociedad y su casi normalización, incluso en las más altas esferas del país, no se vería reflejada en la actitud de los adolescentes? Si los desacuerdos se “resuelven” con insultos, golpes e incluso balazos, ¿en serio pensamos que la juventud será pacifista? Si como personas adultas somos intolerantes, ¿podemos esperar tolerancia de la juventud?
Los valores no solo hay que enseñarlos en clases, sino también vivirlos como sociedad. Sin embargo, la violencia juvenil no solo proviene de la violencia adulta; también refleja una juventud que se siente sola y sin esperanza. Y no es para menos. ¿Qué estamos ofreciendo a la generación joven, más allá de un país más dividido y menos seguro?
Las generaciones boomer, X y Y crecimos creyendo en un mundo mejor que el de las generaciones anteriores. Aspirábamos a tener un buen sistema de salud y educación, un salario, una pensión. Incluso, a más paz y libertad. O, al menos, sentíamos que íbamos en buena dirección.
Para la generación Z, la realidad es distinta. El país que una vez se hizo llamar la Suiza de Centroamérica se convierte poco a poco en una jungla donde reinan la violencia y la inseguridad. Salud y educación públicas de calidad, que solíamos considerar derechos adquiridos, atraviesan una crisis que pone en riesgo el acceso a ellas para la población más necesitada. Y en el mundo, la paz y la libertad vuelven a alejarse en muchos países.
Aun así, salud, educación, juventud, cultura y otros asuntos cruciales para brindar esperanza a la población joven están ausentes en la agenda y los discursos políticos. Con nombres rimbombantes se anuncian proyectos y rutas carentes de una visión más allá de los próximos años.
Al ver el cortoplacismo reinante, viene a la mente la frase de Madame de Pompadour: “Après nous, le déluge” (“después de nosotros, que pase lo que tenga que pasar”). No debe extrañarnos que ese desinterés por soluciones a largo plazo resulte pavoroso para quienes ven ese “después” como su futuro.
Es imperativo que pensemos más allá de las siguientes elecciones, de medidas paliativas y reactivas, y que construyamos una sólida visión de dónde queremos llegar con Costa Rica; que tengamos metas claras. Quien no tiene metas claras no podrá alcanzarlas.
Abundan los estudios sobre el cambio climático, pero ¿qué significa para Costa Rica a mediano y largo plazo, y cómo nos preparamos para enfrentarlo? ¿Cómo construimos un sistema educativo de mayor calidad y accesibilidad?
Con la pirámide demográfica invertida, ¿habrá pensión para las siguientes generaciones o tendrán que pagar la de sus padres sin tener ellas mismas? Si la inteligencia artificial reemplazará muchos empleos, ¿cuáles serán y cómo organizamos el sistema educativo para lidiar con esa nueva realidad? ¿Qué estrategias utilizaremos para disminuir el consumo, la venta y la violencia relacionados con las drogas, más allá de desarticular bandas existentes?
¿Permitiremos que el país continúe dividiéndose en partes que apenas entienden las luchas una de otra, o buscaremos un país menos desigual? ¿Cómo vamos a abordar los movimientos masivos de personas, ya sea por razones políticas, económicas o ambientales?
Para estas cuestiones, ¿cuáles son los indicadores que nos dirán si vamos en buena dirección y cuáles son los puntos que nos deben alarmar? Necesitamos políticas integrales que tracen un camino real hacia una Costa Rica mejor, más igual, y una sociedad que vuelva a vivir los valores que nos acercan a esa Costa Rica. Se lo debemos a la juventud.
La autora es directora de la Fundación Tejedores de Sueños.