En los últimos años, ha cobrado gran relevancia la educación financiera. Ahorrar, hacer un presupuesto, controlar y priorizar los gastos, seleccionar un préstamo y planificar para la jubilación se resumen en “aprender a gestionar el dinero”.
Buena parte de la educación financiera se basa en incentivar el hábito del ahorro, crear un fondo para emergencias, cumplir metas —como comprar una casa o un auto—, estudiar, viajar y pensar tranquilamente en la jubilación, entre otras. En las sanas prácticas de educación financiera se profesa la regla del 50/30/20, es decir, como mínimo el 20 % debe destinarse al ahorro.
Pero muchos costarricenses se preguntan en este momento para qué ahorrar, una interrogante enteramente racional a la luz de los acontecimientos que sacuden el sistema financiero nacional.
En el caso de Coopeservidores, los reguladores actuaron a destiempo, y las perjudicadas fueron las personas a las que se les recomendó ahorrar para su futuro. Muchos cumplen con su parte, ahorran para su futuro, y procuran tener sanas prácticas para gestionar su dinero, pero ¿y las responsabilidades de los entes encargados de la supervisión?
Un estudio de la Academia de Centroamérica, publicado en el 2012, expone por qué se justifica la existencia de un ente regulador para las entidades financieras: 1) la imposibilidad de los clientes de organizarse y supervisar, agravada por las asimetrías de información; 2) las externalidades negativas que la quiebra de una entidad financiera representa para los depositantes y el daño al sistema en general; y 3) el elevado apalancamiento que incentiva a los administradores a correr riesgos excesivos en detrimento de los depositantes (el llamado “riesgo moral”).
De hecho, el estudio señala que la labor del regulador es crear una red de seguridad para generar confianza en los clientes del banco y evitar una estampida —y posible colapso— de un banco, cuyas consecuencias pueden llegar a ser sistémicas.
Sanas prácticas establecidas por el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, concretamente en el pilar 3 de Basilea III, llamado información al mercado, sugieren la necesidad de dar al cliente información relevante para la toma de decisiones.
Basilea propone la publicación de documentos que consoliden la información de cada entidad bancaria de forma estandarizada, con variables cualitativas y cuantitativas relacionadas con el perfil de riesgo y la estructura de capital.
En Costa Rica, por ejemplo, el índice de suficiencia patrimonial (ISP) es publicado por la Superintendencia General de Entidades Financieras (Sugef) desde hace poco más de un año, pero con una periodicidad trimestral que dificulta la toma de decisiones, y tampoco es posible analizar información histórica anterior al 2023.
En la página web de la Sugef únicamente están disponibles dos ejercicios de los resultados de las pruebas de estrés del ISP (las llamadas pruebas BUST): los realizados con corte al 2021 y al 2022. Los del 2021 ni siquiera están detallados por entidad, sino agregados. Lo anterior se agrava porque no a todas las entidades reguladas por la Sugef se les aplican las pruebas.
Para ilustrarlo, la Comisión para el Mercado Financiero de Chile exige desde hace varios años a las entidades financieras la publicación de un documento con información relevante y parámetros prudenciales clave, tales como los activos ponderados por riesgo, la composición del capital, el coeficiente de apalancamiento, los índices de liquidez y los riesgos de mercado, de crédito y operacional, entre otros. El informe debe estar al alcance de la ciudadanía en el sitio web de las entidades financieras, está estandarizado en cuanto a forma y facilita la comparación entre instituciones bancarias.
Los entes reguladores costarricenses deben poner las barbas en remojo, procurar que una intervención no sea sinónimo de quiebra, poner a disposición de los clientes más y mejor información, y, en resumen, como la misión de la Sugef establece, contribuir a la estabilidad, la fortaleza, la eficiencia y la integridad del sistema financiero para preservar la confianza de la sociedad.
La autora es economista y profesora en Gestión de Riesgos.