La defensa de la democracia representativa no es lo mismo que la defensa del statu quo político. La razón de esta falta de equivalencia es que las democracias liberales hace rato vienen fallando en el cumplimiento de una promesa fundacional: que sus instituciones, libertades y derechos permitan no solo una convivencia republicana, sino también el bienestar y progreso de la ciudadanía.
Esa falla ha abierto la puerta a los ataques de fuerzas autoritarias y populistas. Hablando a ciudadanías desilusionadas y molestas, han puesto el dedo en la llaga: ¿para qué queremos un Estado de derecho y libertades si a la hora de repartir la torta se la quedan unos pocos?
El ataque tiene una base sociológica real, especialmente la crítica de que, en las últimas décadas, los gobiernos de uno u otro signo ideológico han prohijado un fuerte aumento de las desigualdades: por un lado, concentración de la riqueza; por otro, pérdida de bienestar para amplias mayorías. A los enemigos de la libertad les ha quedado facilísimo decir que democracia y privilegio son dos caras de la misma moneda, que aquella se ha olvidado de los de a pie.
Otra cosa es que los autoritarios tengan razón en sus recetas. No la tienen. Hacen antielitismo, pero luego instauran una camarilla de advenedizos y corruptos que hacen lo que les viene en gana. Crean nuevos privilegiados (y captan los antiguos) y reprimen a quienes se oponen.
Hace un cuarto de siglo, la Auditoría Ciudadana sobre la Calidad de la Democracia en Costa Rica planteó la urgencia de reformar la democracia liberal por medios democráticos. De no ceder la bandera del cambio a sus enemigos. Habló de reforzar la ciudadanía social, la participación ciudadana y la calidad de las instituciones. Sin embargo, a contrario sensu, nuestra historia reciente ha sido la de un fuerte aumento de las desigualdades, de estancamiento o deterioro en los niveles de vida de las mayorías. Pocas veces, también, tantas instituciones públicas han perdido capacidades para ejecutar políticas públicas y han sido colonizadas por intereses creados.
La mejor defensa de la democracia liberal es un programa de cambios en el Estado y el régimen político que tenga como norte el bienestar de las mayorías, para que la libertad y los derechos tengan, otra vez, sustancia. Hay que defender las instituciones democráticas, sí, pero hace falta mucho más que eso.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.