Muchas familias han pasado por la situación de quitar a un papá de edad avanzada las llaves del carro cuando se torna evidente que la conducción es un peligro para él y terceros.
Tanto para la familia como para el padre, suele ser doloroso asimilar el deterioro de sus habilidades. A veces, la etapa de negación se alarga y aquello se convierte en un pulso tormentoso hasta que alguien cede o alguien se impone.
Bastante más difícil debe ser quitarle las llaves de la Casa Blanca y los códigos nucleares al presidente del país más poderoso del mundo. Pero el riesgo potencial de no hacerlo puede ser desastroso para los Estados Unidos y el planeta.
El penoso desempeño en el reciente debate presidencial hizo evidente que las destrezas cognitivas del presidente Joe Biden se han deteriorado de forma significativa. Él y sus allegados cercanos parecen ser los únicos en no percibirlo (o en aparentar que no lo perciben) e insisten en que está capacitado para enfrentar no solo una campaña, sino también una nueva administración en un escenario mundial sumamente complejo.
Más allá de la dificultad para aceptar el declive propio de la edad, la expectativa de permanencia en el poder genera diversos incentivos a quien lo ostenta y a quienes se benefician de ello. Tan penoso como el trastabillar de Biden, fue el posterior despliegue de orgullo de su esposa al celebrar que “respondió cada pregunta”, y los obvios esfuerzos de la vicepresidenta Harris para minimizar los lapsus de su jefe.
En vez de retirarse con elegancia, la tozudez del presidente y su círculo cercano están poniendo al Partido Demócrata en una encrucijada prácticamente sin precedentes.
Conforme pasan los días, la presión sobre él va en aumento. Tanto la pobre actuación como la decisión de continuar han sido criticadas por la prensa y buena parte de sus copartidarios. Diversas voces lo instan a hacerse a un lado, a cumplir la promesa de ser un presidente de transición para dar espacio a generaciones más jóvenes.
The Economist puso en su portada de la semana pasada una andadera con el sello presidencial de los Estados Unidos; puede ser descarnado, pero quizás necesario para llamar la atención sobre lo que está en juego.
Biden no está solo; su contrincante le pisa la edad con una estrecha diferencia, y el candidato en discordia, Robert F. Kennedy jr., de 70 años, de inmediato sacó anuncios en los que proyecta gran vitalidad, practicando diversos deportes, algunos de alto riesgo; sin embargo, no es significativamente más joven que Biden y Trump, pero el sistema electoral estadounidense hace prácticamente imposible a un tercer partido elegir presidente y representantes parlamentarios.
Cuando el promedio de edad de la población global es de 31 años y la de Estados Unidos es de 39, cuando la tecnología y el conocimiento humano avanzan a velocidades exponenciales y la realidad cambia continuamente, es inconcebible que el electorado de Estados Unidos se vea compelido a elegir entre dos octogenarios, uno de ellos con visibles principios de senilidad.
Las gerontocracias abundan, lógicamente, entre los regímenes dictatoriales, pero las dinámicas propias de la democracia deberían vacunarnos contra los riesgos de ser gobernados por quien ha perdido la aptitud para hacerlo.
La falta de agilidad mental de Biden ha sido objeto de burla ácida principalmente de los trumpistas, pero no solo de ellos. Los memes y chistes divierten a diestra y siniestra.
Siendo honesta, yo misma he reído, compasivamente —si eso es posible— de los ingeniosos memes que hacen chota de su torpeza, su ineptitud o, digámoslo llanamente, de su ancianidad. Después de reír, me sentí incómoda.
Esto me hizo reflexionar sobre la percepción predominante que tenemos de las personas mayores y el trato que les damos. El edadismo —prejuicio basado en la edad— contra los adultos mayores no solo está arraigado, sino muy vivito y coleando.
Tristemente, los memes y los chistes gerontófobos y viejistas no son inocuos. Hablar de viejo necio, vieja loca, momia o fósil puede exacerbar el desprecio, la agresión verbal, las restricciones excesivas, la sobre o submedicación, la explotación financiera, la infantilización, el abandono y otras formas de violencia contra la población de la tercera edad.
Si bien ha habido avances en el reconocimiento de varios prejuicios como los de género, raza y religión, no hemos sido tan eficaces en visibilizar el edadismo como prejuicio.
Dentro del lenguaje que usamos y las maneras de tratarlos, hay varios caminos posibles. Por ejemplo, evitar etiquetarlos por su edad, apreciar su experiencia y sabiduría, y ejercer respeto compasivo cuando muestran señales de deterioro.
Esa es la paradoja del caso de Biden. Quienes le hablan al oído para motivarlo a continuar al volante cometen una gran irresponsabilidad. No están siendo respetuosos ni compasivos. El argumento de que el presidente está siendo víctima de un prejuicio contra su avanzada edad es falaz (tal vez, oportunista y malintencionado).
A diferencia del Partido Republicano, totalmente dominado por su candidato, los demócratas cuentan con varios liderazgos activos y competentes que por sensatez deben tomar la bandera para forzar a Biden a hacerse a un lado.
Por la salud de la democracia estadounidense y la preservación de su liderazgo en el escenario geopolítico, ambos partidos deben urgentemente hacer un ejercicio de introspección profunda. Pero en el caso del Partido Demócrata, ese soul searching debe acompañarse de decisiones y acciones rápidas.
La autora es activista cívica.