Ninguna decisión debe depender del resultado de una confrontación más o menos teatral, pero, desde las más altas esferas de la política, se viene impulsando la idea contraria.
Los debates electorales son oportunidades para presentar al público visiones contrastantes del gobierno y el Estado. También para señalar diferencias en los medios para conseguir los fines propuestos por cada bando. Son ejercicios democráticos cuya justificación se hace evidente, pero, inevitablemente, tienen un componente de espectáculo.
Lo sabemos desde la celebración del primer debate presidencial transmitido a gran escala en el mundo: la confrontación de los candidatos John F. Kennedy y Richard Nixon en 1960. En aquel momento, la televisión todavía estaba expandiendo su presencia en los hogares estadounidenses y muchos ciudadanos siguieron el enfrentamiento por la radio.
Los televidentes vieron a un vicepresidente Nixon sudoroso, mucho menos atractivo que el joven senador de Massachusetts. Mientras Kennedy hablaba directamente a la cámara, Nixon volteaba la mirada hacia los periodistas, dando la impresión de ser esquivo e insincero. Los radioescuchas, en cambio, oyeron a un vicepresidente con dominio de la política pública. Estudios posteriores dieron cuenta de grandes diferencias sobre el candidato considerado ganador según el medio utilizado para seguir el debate.
El caso todavía se presta a discusión y algunos analistas explican las diferencias por defectos de los estudios de opinión posteriores, pero nadie descarta la influencia de la buena presencia en cámaras, el manejo de la entonación y el gesto, entre otras cualidades divorciadas de la sustancia.
En tiempos de la posverdad, el debate tiene una limitante adicional: la ventaja pertenece a quien no tema mentir ni se sienta atado a la coherencia. El análisis serio y fundamentado se queda corto ante la posibilidad de decir cualquier cosa, según convenga en el momento. Esa libertad de cambiar posiciones en un santiamén, negar lo demostrable o acudir a “hechos alternativos” —para citar la frase célebre de una ex asesora presidencial estadounidense— pone al participante de buena fe en desventaja.
Por eso el debate no es la mejor forma de moldear la política pública. Ninguna decisión debe depender del resultado de una confrontación más o menos teatral, pero, desde las más altas esferas de la política, se viene impulsando la idea contraria. El gobierno insiste, por ejemplo, en un debate entre la contralora general de la República y la ministra de Planificación sobre la llamada “ley jaguar”.
La contralora ha dado bien fundadas explicaciones de su oposición a la iniciativa. En ningún momento rehusó rendir cuentas donde debe hacerlo, y las próximas decisiones sobre el proyecto corresponderán al Congreso, el Tribunal Supremo de Elecciones y la Sala Constitucional. Nada ganaríamos del debate salvo el espectáculo, y eso bien puede ser contraproducente.
El método es inconveniente cuando lo aplica el gobierno y, también, cuando lo hacen quienes tienen diferencias con la administración. La Cámara Nacional de Radiodifusión (Canara) invitó a Paula Bogantes Zamora, ministra de Ciencia, Tecnología, Innovación y Telecomunicaciones (Micitt), a debatir públicamente sobre el vencimiento, el 28 de junio, de los contratos de concesión de frecuencias de radio y televisión.
Canara tiene toda la razón en el asunto de fondo. Haber llegado a este punto sin ofrecer una solución mantiene viva la amenaza de un “apagón” de los medios de comunicación concesionarios de frecuencias, con serias repercusiones sobre la libertad de expresión en el país. Las autoridades políticas del Micitt, como dice Canara, “han incurrido en graves y reiteradas omisiones”. No obstante, la solución no saldrá de un debate con la ministra, sino de exigirle la rendición de cuentas a la cual está obligada.
Para recuperar el rumbo, Costa Rica debe renunciar a la política como espectáculo. Los debates electorales tienen utilidad, sobre todo si nos aproximamos a ellos con la cautela necesaria, pero la política pública no se forja en el espectáculo. Es indispensable no caer en la trampa.