El chisme de tabloide es este: los ejecutivos que promocionaban Megalópolis de Francis Ford Coppola recogieron críticas que iban desde el pitorreo hasta la saña y crearon un tráiler con imágenes de sus obras maestras. El resultado fue un clip en que parecía que estaban diciendo explícitamente que Megalópolis es una porquería. La campaña se retiró rápidamente. Que el tiempo y el público hagan su juicio. Lo que yo debo justificar es la aseveración de que Megalópolis es todo aquello que en su momento Coppola pensó que era Apocalipsis ahora. Porque lejos de criticar aquello en lo que se ha transformado su país, Coppola quiere meternos en la ficción de que en el momento que vivimos, Estados Unidos tiene las alturas de Roma. Ese imperio que, desde la monarquía en el siglo VI a.C. hasta la caída de Constantinopla en 1453 se hizo de unas instituciones que seguirán estudiándose. Comparar la decadencia de Roma con la de Estados Unidos está bien para charlar con quesos y vino tinto, pero no para hacer el punto de que América nos ha legado un futuro que tendrá las repercusiones que tuvo Justiniano.Megalópolis mezcla la historia romana centrándose en la decadencia moral de lo que llaman Imperio Americano. Para ello usa momentos separados por más de mil años. ¿Por qué a nadie se le ha ocurrido comparar la decadencia estadounidense con el imperio egipcio? ¿Con los mayas? Hubiera sido más fácil retomar la República de Weimar. Pero si falta cultura y se quiere, como Coppola, identificar la decadencia política con la degradación de un imperio que sigue gobernando los destinos del mundo: Houston, tenemos problemas.Rusia, por ejemplo, se considera heredera de la Roma Oriental. El Vaticano cree que sus instituciones heredan el Derecho Romano y en Turquía nadie se atreve a comparar el esplendor otomano con un problema moral. No hay momento histórico más decadente desde el punto de lo que llaman decoro que la era de Pericles así que espetarnos una obra en que se grita “decadencia” por todo lo que se sabe resulta, cuando menos inocente. Y eso que Adam Driver sigue actuando genial. Con un diseño de producción comparable con lo más lúcido de Coppola (Drácula o El Padrino, por ejemplo) Megalópolis denuncia a los ricos que comen pasteles (como decía María Antonieta al inicio de la Revolución Francesa) mientras que el pueblo arde en agitación. El problema es éste: Estados Unidos emergió con el mismo ímpetu colonizador de una Europa que se engañaba queriendo “civilizar”. Pero el concepto mismo de civilización está en duda. Y el hecho de que la trasnochada democracia americana siga basada en ideas de Locke y Montesquieu no la vuelve esa Roma que dio a Ovidio. No se me malentienda, Estados Unidos ha creado obras brillantísimas, pero con menos de trescientos años detentando un poder económico basado en el dólar uno ve Megalópolis y más bien sonríe con sorna pensando, por ejemplo, que los egipcios existieron cinco mil años y que entre Calígula en el siglo V y la auténtica caída de Roma hay más de mil años. Todo lo otro que quiere denunciar Coppola para nosotros es de una incultura banal. Tanto como este estreno que llega a nuestras carteleras colonizadas y que resulta, en verdad, insoportable. Pero no hay artista que todo lo que produzca pueda estamparse en letras de oro. Estados Unidos no es Roma y ya. El destino manifiesto que subyace en esta obra olvidable no merece desde el punto de vista fílmico, más adjetivos que estos: infumable y atroz.AQ