El libro de Psicosis del escritor estadounidense Robert Bloch, aparte de entregarnos uno de los casos clínicos más icónicos del cine, también nos da una de esas cuestiones donde el autor del texto ha quedado eclipsado al crearse otro producto artístico.
El hecho ocurrió cuando el libro fue llevado magistralmente al cine por el maestro del suspenso Alfred Hitchcock. Desde entonces el nombre de Bloch sólo es referido en círculos de expertos dejando el crédito mundial al creador del film.
Esta continuidad de la obra creativa permite retomar esa eterna disputa: ¿Quién es el verdadero creador en una producción artística? El escritor, el director, los actores, los iluminadores. Podemos decir que en el asunto del libro hubo los acuerdos pertinentes, Hitchcock adquirió los derechos para la película por 9000 dólares y Bloch jamás discutió nada, pero el artista gráfico Saúl Bass afirmó que no había recibido los debidos créditos por su aportación en la escena de la ducha, la que se convirtió en la parte vital de la cinta, la duda prevaleció por las ambiguas respuestas de Hitchcock al grado que los periodistas tuvieron que indagar con todos los participantes sin que se aclarara plenamente la cuestión pasando a ser la parte más controversial de la película.
La cuchillada en la ducha generó entre otras cosas el movimiento Slasher, palabra derivada de Slash, cuchillada en inglés, donde el asesino cubierto con una máscara, un cuchillo, un machete, una sierra eléctrica, persigue regularmente a una chica o varios adolescentes y los mata rápido. Estereotipo recurrente que se utilizará en los Thrillers (Suspence, derivado del verbo en inglés Thrill, asustar, estremecer) en todos estos años.
Sucede lo mismo en la ciencia, por ejemplo: a quien darle el crédito en la cura de la tuberculosis, si al que descubrió el Bacilo (Mycobacterium Tuberculosis o mejor conocido como el Bacilo de Koch), el microbiólogo alemán Robert Koch, considerado como el padre de la bacteriología moderna o al científico estadounidense Albert Schatz, que una vez teniendo claro qué lo produce, llegó al descubrimiento del segundo antibiótico más importante para la humanidad después de la penicilina, la Estreptomicina.
Que por cierto, su mentor y jefe del laboratorio donde trabajaba Schatz, el bioquímico Selman Waksman se atribuyó el hallazgo y recibió el Premio Nobel de Medicina en 1952. Tras años de disputas legales Waksman admitió el despojo y la comunidad científica trasladó el reconocimiento a Schatz, pero la Academia Sueca quien otorga los Nobeles nunca aceptó el error, debió haberle quitado el premio y entregado al verdadero ganador.
Otro caso emblemático con el derecho de autor es lo que sucedió con el hallazgo de la estructura del ADN, la científica en cristalografía de rayos X, Rosalind Franklin creó lo que se conoce como la “foto 51” y escribió a detalle el suceso. Un compañero, Maurice Wilkins mostró sin su anuencia los trabajos a Watson y Crick, quienes indagaban también el ADN, para ellos fue una enorme revelación. En 1962 los tres recibieron el premio Nobel por las investigaciones del ADN y Rosalind fue omitida de cualquier reconocimiento.
Lo anterior no aconteció con el biomédico John Franklin Enders, cuando le avisaron que recibiría el Nobel de Fisiología en 1954, dijo que aceptaría el Premio si se reconocía también a sus colegas Thomas WeIler y Frederik Robbins porque en conjunto llegaron a la solución. Los tres fueron premiados con el Nobel por los trabajos sobre la capacidad de los poliovirus para crecer en diversos tipos de tejido y que llevó a la cura de la Poliomielitis.
Como hemos visto, este dilema tiene sus matices, diríamos entonces que si la creación inicial o el proceso están convenidos de antemano y las participaciones tienen su específico lugar y nombre, no se vale decir con el paso de los días que no hubo comprensión en los créditos, más si ocurriese un olvido premeditado hay que luchar para que eso no acontezca.
