Es una amiga –dijo mi prima–; se fue a un viaje espiritual a la India y a Nepal, y luego tomó un diplomado especial en California, ¡te va a encantar! Bien. Tengo la columna ligeramente desviada, me di un golpe hace unos años en la espalda y duermo chueco: tengo la espalda hecha un desastre. He ido a ver a médicos, sobadores, masajistas y rehabilitadores físicos. Nada funciona.
Así que cuando me recomendó a su amiga pensé: “Qué más da, ¡hagámoslo!”. Marqué al celular, contestó ella, muy amable y me pasó la dirección por WhatsApp. Quedamos de vernos un miércoles por la tarde.
La tarjeta dice el nombre de la terapeuta y un término que me pareció algo sospechoso: “Masaje Holístico Neuro-cuántico”. Nunca había escuchado semejante cosa, pero decidí probar suerte porque la verdad el dolor me está matando.
Me recibe una mujer muy delgada, cuarentona, de pelo muy negro y lacio, ojos aceitunados, dientona (no para de sonreír, eso me preocupa) y cara alargada. De hecho le encuentro un siniestro parecido a Shelley Duvall, la actriz de The Shining.
–Mucho gusto –dice ella–, pase por favor; en ese cuartito hay una túnica, póngasela por favor. Así camino hasta un cuarto que huele a incienso y está decorado como si fuera un laboratorio alquímico medieval. Me desvisto y quedo en canelos. Sobre un gancho cuelga una túnica; en un pequeño espejo me miro y no doy crédito a lo que veo: se trata de una bata con estrellas y planetas jupiterianos y saturnianos morados, rosas y con destellos metálicos. Por un momento siento que soy el mago Merlín. Salgo y llego a otro cuarto que me recuerda a un oráculo ancestral, como en la película de Conan el Bárbaro. –Ahora retiramos la túnica ritual–, dice. “¿Túnica ritual?”. No puedo más que cuestionarme por qué traigo puesta una túnica que representa un ritual, si lo que estoy a punto de recibir es un puto masaje.
–Nos recostamos sobre la mesa, boca abajo, por favor–. Surge una música new age, muy reconfortante.
La mujer enciende una especie de incienso muy potente; no logro identificar ningún aroma, pero huele como a establo recién desinfectado.
Me estoy así un rato y no parece ocurrir absolutamente nada. Me tuerzo y muevo la cabeza para ver qué coño ocurre: encima de mí, un cuarzo gigante da vueltas. Ella no está en el cuarto. Trato de no perder la compostura. Minutos después la mujer regresa y detiene al cristal.
Entonces abre un recipiente de alabastro: –Puede ponerse boca arriba–, ordena. Me coloca un antifaz y quedo cegado. Puedo escuchar cómo mete las manos en el recipiente y extrae una megambrea de un olor punzante, horroroso. Me la unta en el tórax. Pone las manos sobre mi esternón, sin moverlas. En un punto imagino que el masaje comenzará, pero no ocurre nada. Transcurren perturbadores 20 minutos y nada.
Siento su pulso, lo cual me parece aún más inquietante. El ambiente se satura del incienso rústico y el ungüento mágico y comienzo a sentir mareos. Entonces ella retira sus manos, me quita el antifaz y pide que vea hacia arriba. Hay un pequeño tragaluz con una cubierta color ámbar. –Es nuestro Padre Sol, de donde viene toda nuestra energía–, dijo. A mí me tiemblan los ojos. Levanta los brazos, cierra los ojos. Comienza a entonar una extraña mezcla entre un cántico, un lamento y una vibración.
Yo no entiendo nada, solo quiero un maldito masaje, pero parece que la sesión ha terminado. –Puede levantarse y ponerse la túnica ritual–. Obedezco. Entonces pregunto qué ha ocurrido. Ella sonríe suavemente y pasa a explicar: –Nuestra terapia consta de tres partes. En la primera generamos un vórtice energético con el cristal de cuarzo y así establecemos un canal para concentrar la energía negativa acumulada en el cuerpo. En la segunda fase aplico un ungüento matriarcal antiguo y una imposición de manos, pues soy médium y de esta manera logro extraer esa energía mala y, finalmente, la tercera fase limpia el ambiente de cualquier energía residual que pueda quedar aquí y limpiamos nuestra aura con un cántico y mantra ancestrales, dando gracias al cosmos y a la Madre Tierra. ¡Mañana amanecerá como nuevo!–, explica. Ajá. Ya ni pregunto dónde quedó el masaje. Regreso al cuartito para cambiarme, me quito el exceso del bálsamo con un rollo de papel de cocina, me visto y ya para salir, me cobra ¡dos mil pesos! Coño, me los hubiera gastado en alcohol. Ya en la calle le mando un WhatsApp a mi prima:
“Tu amiga es una persona muy confundida; ve muchas películas de fantasía y, francamente, necesita novio (o novia). También me queda claro que esos viajes espirituales a sitios remotos y exóticos no les caen bien a personas mentalmente extraviadas”.
Finalmente llego a casa: –¿A qué demonios hueles? Parece que te acaban de untar gel para limpiar baños, –pregunta mi mujer–. –Es complicado, –le digo mientras me sirvo un vaso de whisky–. Me tumbo sobre mi silla a beber mi whisky, pero tengo la nariz saturada de un aroma inmundo. Además la espalda me duele horrores. –Me vistieron de mago–, le digo. Ella se me queda viendo inexpresiva y sin decir nada.
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