¡Qué bonito es lo bonito!, apuntaba el difunto Armando Ramírez en lo que fue su clásico estilo de decir las cosas.
Sí, las cosas bonitas (y sencillas) se disfrutan.
Por ejemplo: una tarde con la familia guarecida en casa mientras arrecia la lluvia. Saberse en la tranquilidad del hogar. En la más absoluta seguridad doméstica. O cosas sencillas, normales, las vacaciones, el descanso.
Son las cosas pequeñas las que deben ponerse de moda para el disfrute personal; para el ocio bien llevado y para construir y fortalecer nuestra capacidad de asombro y, porque no decirlo, para espabilar nuestra capacidad de frustración frente a esos panoramas sombríos que suelen acecharnos.
Cosas de la gente sencilla -como la que describe el poeta Pablo Neruda en su Oda a la crítica-, capturar una tarde en familia, una puesta de sol, ver la luna, recibir o dar una sonrisa, un abrazo; incluso -ante tanto insomnio porque se nos está olvidando soñar- dormir una noche ‘a pierna suelta’.
Regresar a los básico: disfrutar, regocijar, recrear, gozar, aprovechar el cotidiano momento que hemos dejado pasar de largo porque ya todo lo damos por hecho.
Hemos dejado de apreciar la sencillez de las cosas. Nos hemos complicado con dispositivos complejos, aplicaciones tecnológicas que, según, nos solucionan la vida y con las ‘benditas, malditas’ redes sociales. Nos hemos convertido en adictos a las notificaciones y sonámbulos frente al Netflix.
Esta tarde cuando arrecia el sol estival, arrancan las primeras notas de My Favorite Things, interpretada por el músico (contundente) de jazz, John Coltrane. Lo escucho. Es verano y son vacaciones. _