Le debemos a autores, como a Miguel de Unamuno, Joseph Dalmou, libros renombrados como los titulados Agonía del autoritarismo católico; o a mexicanos como Gabriel Zaid con su libro Muerte y Resurrección de la Cultura Católica.
Estos y otros títulos, no dejan de atraer la atención, sobre todo por la incitación a darle una aporreada o paliza a lo que se dice católico o huela a católico.
Como quiera, no deja de sentirse como un acoso a la creencia católica, que de muchas maneras da para enojarse más y más contra las prácticas católicas que no a todos satisfacen, y más, cuando a los propios ministros consagrados parece no interesarles cuando no falta la voz que invita: “si quieren y si no las puertas están abiertas”. ¡Así!
Miguel de Unamuno, que en todo se fijaba, nos dijo que la palabra agonía no se refiere a quién ya está por colgar los guantes, en la últimas cuando ya se está dando la bendición a los seres queridos. Agonía, en su etimología griega y en su comprensión justa, significa lucha, esfuerzo, combate.
Lucha ruda como la del Quijote o la de cualquier migrante que va para el norte en forma terca, sin dinero, pero pensando que al pasar la frontera, otro será el cantar.
Para estos luchadores por la vida, vivir es agonizar, y la vida en la Iglesia, no deja de ser una agonía en el significado griego de la palabra, donde nos la partimos por una lealtad.
Pero no faltan quienes a los que ningún problema les inquieta, razón por la su preocupación es llenar su templo o espacio de culto, para darle vida a lo que se dedican, no importando que el altar parezca transformase en un escenario tipo Hollywood, para volverse atrayentes para un público a quién ya no le interesa el Evangelio como compromiso, sino más bien como cultivo de emociones, que se satisfacen cuando los espectadores pueden decir que sintieron bonito, que les hablaron al corazón, no importando que el país esté denunciado como lugar de tantas fosas clandestinas por la injusticia.
Allá por los años noventa, Juan Pablo II nos dijo a los mexicanos, desde el balcón de la Basílica de Guadalupe: “a los mexicanos les gusta el cantar, pero no la canción”.
Y se le aplaudió a rabiar, quizá no por lo que dijo muy en lo hondo, sino porque la gente quería que hablara el Papa, lo que fuera.
Como quiera, esto revelaba a mexicanos llenos de euforia, aunque no fuera de un fe que llevara al compromiso por loa aporreados por las injusticias.
