Por José Antonio Aguilar Rivera
Ilustración: Belén García Monroy
El personalismo, en principio, no tiene ningún signo ideológico. Es un fenómeno que se encuentra tanto en la izquierda como en la derecha. Parecería ser una forma neutra de hacer política. ¿Qué hay de malo en el culto a un líder, si se trata de un político democrático, idealista y comprometido con las mejores causas? ¿No era, por ejemplo, Winston Churchill uno de esos prohombres que llaman a la veneración? El liberalismo siempre ha visto con hostilidad al personalismo, pero las razones de ello no son del todo evidentes. ¿Deberíamos tener un problema con el estilo personal de gobernar caudillesco en una democracia? Si el líder encarna nuestros anhelos más profundos, nuestra esperanza en un mundo mejor, ¿por qué no seguirlo, venerarlo incluso? Tal vez el liberalismo entiende a la política en clave escéptica. Se debe dudar siempre del poder aunque sus detentadores estén imbuidos de las mejores intenciones y de una legitimidad democrática impecable. Para el liberalismo hay una dimensión del poder que debe estar despersonalizada: debe residir en instituciones anónimas.
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