Se repite cada vez la historia: después de un rato de fintas, los transportistas ganan. Se comprometen a cambiar de unidades, a dar un mejor servicio, a coordinar mejor las rutas, pero cuando la gente se cansa de reclamar la tarifa nueva, todo se olvida. Y pasan los años.
En los próximos días el costo del transporte subirá sin duda para las familias. Esta vez el periodo de acuerdos ha sido más largo, en parte porque poner al orden en el transporte fue una de las más cantadas promesas de la campaña bronca.
Pero ahora, la disminuida popularidad del gobierno independiente solo da para retrasar la decisión. Y seguramente por eso está ahora buscando lo que se sabe que no hallará: un subsidio de la federación al transporte público.
Ojalá lo logre, pero hasta el momento ninguna de sus súplicas presupuestales a Nuestra Señora del Centro ha dado resultados...
No le quedará más remedio, pues que seguir pateando el bote o aceptar pérdidas mayores en una popularidad que ya está por debajo de la línea de flotación.
El transporte público es uno de los elementos más sensibles en la gran Sultana: obviamente es la tarifa, pero también la mala calidad, el tiempo escandaloso que toma llegar al trabajo o a la escuela, la cantidad de accidentes y el montón de promesas incumplidas.
Y peor si uno mira hacia la próxima década. No me digan que el sistema de transporte público es bueno, si cada vez tiene menos usuarios a pesar del crecimiento de la ciudad. En la medida en que se puede, cada quien su cochecito. Se entiende: nada aporta andar en camión. Si en auto los traslados son larguísimos, caros y riesgosos, en el transporte público son una calamidad.
Y será cada vez peor si no contamos, desde ahora, con unidades buenas, asientos suficientes, carriles confinados, precios accesibles y, sobre todo, con un sistema en todos sentidos transparente donde todos veamos lo que le toca hacer a cada uno.
El futuro de la ciudad está comprometido, el futuro de sus hijos y sus nietos. Por si a alguien le importa.
luis.petersen@milenio.com
