Una pauta marca a la narrativa mundial del siglo XXI: la narrativa del yo. Pero por ser, en la mayoría de casos, el hilo conductor de no pocos proyectos de ficción y no ficción, no es, como erróneamente se podría pensar, un registro producto de los tiempos que corren. En realidad, este registro está presente desde que la literatura es tal y en su tránsito a la actualidad, ha entregado genuinas obras maestras.
Pero en ¿qué momento empezó sonar lo que ya existía? ¿Por qué despegó en estos años y no antes? Preguntas válidas que nos llevan a reflexionar sobre esa intención oculta que poseemos todos los seres humanos, sin importar si se tenga o no el talento o la formación para hacerlo: contar la propia vida.
Autobiografías, memorias, cartas, dietarios, testimonios, poemas y novelas de ficción y de no ficción, escritas en el estilo convencional o apelando al híbrido, conforman la galaxia en donde la voz personal y la experiencia conforman una sola unidad. Aunque una mirada más amplia, y más allá de si parece lugar común, nos lleva a afirmar que toda manifestación literaria es literatura del yo, teniendo en cuenta que en el proceso creativo participa activamente el mundo interior del autor. En esa indefinición sobre lo que es el yo, no solo descansan los estudios críticos (como cancha a la fecha) sobre su naturaleza plástica, sino también un aparato editorial que llegó a encontrar una mina de oro en este fenómeno respaldado por el interés del público.
Lo cierto es que la literatura del yo la vemos en Edipo de Sófocles, el Quijote de Cervantes, Los detectives salvajes de Bolaño, La tía Julia y el escribidor de Vargas Llosa, el Ulises de Joyce, París no se acaba nunca de Vila-Matas, La metamorfosis de Kafka, Los ríos profundos de Arguedas, A la búsqueda del tiempo perdido de Proust, Un mundo para Julius de Bryce Echenique y la lista podría crecer con más títulos de calibre.
Quien escribe no conoce persona que no haya pretendido alguna vez escribir un libro. Las escalas del deseo pueden variar, pero el anhelo de hacerlo permanece hasta que se imponga el coraje que lleve al potencial autor a sentarse y escribir. Contar la propia vida es un derecho, pero de ahí a que lo escrito tenga un valor literario o impacto en la vida de los lectores, es otra canción.
La literatura del yo siempre ha estado, solo que no tenía rótulo, ni carné de membresía. La literatura del yo, como la conocemos en este siglo convulso, comenzó con las redes sociales, desde su prehistoria, a saber, con el Hi5, en un contexto que habría que tener en cuenta: la caída del muro de Berlín en 1989 fue el disparador hacia una individualidad feroz que continúa definiendo a los hombres y mujeres de ahora. Había necesidad de relatar la experiencia, la anécdota, el acontecimiento diario. Los hechos no se medían por sus alcances o limitaciones, sino por el carisma y la personalidad de quien los ponía a disposición. Era una sensibilidad global de la que ni los creadores fueron ajenos, escenario ideal para la aparición de proyectos que ya se venían forjando desde este registro sin saber que se les chuntaría el membrete de literatura del yo.
En el ámbito hispanoamericano, el yo rompió fuegos (literarios y mediáticos) con El olvido que seremos del colombiano Héctor Abad Faciolince y Soldados de Salamina de Javier Cercas, ambas publicadas antes del 2010. No ficción y ficción, respectivamente, y vigentes, por cierto. El mundo no era ajeno a esa ola expansiva, desde Europa ya se cocinaba el discurso con la campaña editorial de Mi lucha, el megaproyecto novelístico del noruego Karl Ove Knausgård. Los lectores pedían leer historias personales y más de un autor (joven, en especial) se sintió respaldado para optar por este sendero, con mayor razón cuando las editoriales (grandes y pequeñas) buscaban libros con este corte.
No vamos a negar que leímos extraordinarios libros enmarcados en la primera persona. Pero más fueron los fracasos, siendo el mayor el del citado autor noruego, que tuvo un inicio sólido, pero se fue diluyendo por repetitivo. Además, tras la pandemia el panorama mundial editorial cambió o, para ser preciso, entró a una zona gris. Había una gran literatura a la que no necesariamente había que etiquetar como literatura del yo.
Pero esta mentira editorial trajo una gracia: el injusto desprestigio de esta manera de narrar. Porque esta moda editorial contó con la invalorable ayuda de autores que relataban a medias, amparados en juegos formales para precisamente no exponer, exhibiendo personajes con urgencias frívolas, ganadores y guapos, muy ombliguistas como para suscitar alguna incomodidad en el lector. Es decir, en la literatura del yo del siglo XXI, se juntaron la treta editorial con una visión plástica de la vida de quienes se suponía debían retratarla.
La autoficción nunca ha dejado de gozar de buena salud, lo que está mal es la envoltura de los últimos lustros. Sirva esta extensa, pero necesaria introducción, para destacar a uno de los padres de la literatura del yo, relativamente reciente: el norteamericano Henry Miller (1891-1980). Miller escribió poco más de cincuenta libros sobre sí mismo. Entre los títulos más conocidos: Trópico de Cáncer (cumple noventa años este 2024 que se acaba), El mundo del sexo, la trilogía de La crucifixión rosada, Trópico de Capricornio y El coloso de Marusi.
Calificado de réprobo y obsceno en su tiempo, Miller, que provenía de una familia modesta, siempre quiso ser escritor. Pero le iba mal en todo y paraba casi siempre sin dinero. Pero se las arreglaba para sobrevivir con empleos esenciales y en 1930 parte a Europa, con June, segunda esposa. De los diez años que vivió en París trata su primer libro Trópico de Cáncer (1934), que empieza con esta advertencia: “Este no es un libro, es un libelo, una calumnia, una difamación de carácter… Cantaré para ti, de un modo algo desafinado, tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras tú gruñes, bailaré sobre tu sucio cadáver”. Tenía 43 años y mucha rabia existencial contenida que compensaba con el sexo y el exceso de la autodestrucción. Este libro testimonial aborda estos temas, pero como lo suyo no era el efectismo de la descripción, la degradación espiritual primero influía en la prosa, en la nervadura de la escritura, de esta manera su estilo adquiría una densidad diáfana y ligera por su tono poético, con el que desataba una fuerza reflexiva presente no solo en esta publicación, sino en toda su obra. La cochinadita de la vida, Miller la ofrecía con inducción.
Se deduce que Miller fue un marginal casi toda su vida, el horror de su cotidianidad era su norma temática, pero el desorden discursivo la dirección. Es meritorio que en estos códigos haya hecho una literatura que se mantiene viva. Los pesares de los que escribió, son prácticamente los mismos que sentimos hoy. Miller combatió su pesadez de alma a cuenta del placer. De esa búsqueda, quedó para la historia literaria su romance con la escritora francesa Anais Nin, otra gigante de la literatura del yo. Dos almas gemelas del desenfreno en donde el goce no se experimentaba sin antes pasar por el sufrimiento, como lo consigna Nin en Henry, su mujer y yo. Diario amoroso.
Pero no todo en Miller era ajuste de cuentas. El coloso de Marusi (1941) es un libro “feliz” y el más logrado de su producción. Aquí cuenta sobre los días que pasó en Grecia, por invitación de su amigo Lawrence Durrell. Lo que parecía inalterable, como el sentido caótico de la narración, en este libro se ordena y la cualidad de su fuerza reflexiva ya no depende de la indignación, sino de la contemplación acicateada principalmente por los paisajes helénicos. Un Miller reconciliado con la vida, o con una parte de esta. Un Miller fiel al factor que determinó su actitud frente a la escritura: la sinceridad.
Claro, cuando Miller decidió exponer su vida en sus libros, en lo último que pensó fue si estaba inscrito en la tradición de la literatura del yo. Lo que está, no se discute. Los grandes no están para tonterías.