Sobre la narrativa peruana del presente siglo se dicen dos cosas: o es buena o es mala. No hay punto medio. En lo personal, considero que la misma atraviesa un buen momento siempre y cuando se preste atención a la producción que merece ser atendida, que la hay. En parte, el problema es de la prensa cultural, que debería filtrar mejor; pero igualmente es de los autores y sus lícitas campañas de posicionamiento, solo que lo confunden con la fama, hermana torcida del reconocimiento.
En este contexto, el autor Richard Parra viene construyendo una obra sólida que debe ser mejor valorada (Parra ya es un autor posicionado y también premiado con el Copé de Ensayo (2014) y el Premio Nacional de Literatura (2021) en la categoría cuento) o dicho de otro modo: necesita ser más exhibida. Por eso, saludamos la nueva edición de su libro mayor: su primera novela del 2015, Los niños muertos, ahora con Colmena Editores.
Parra es autor de los cuentarios Contemplación del abismo y Resina, de las novelas La pasión de Enrique Lynch, Necrofucker y Pequeño bastardo, y también del ensayo La tiranía del Inca.
Una breve mirada a su obra de ficción evidencia a un escritor que ha sabido ser honesto con su tema y que ha afinado su estilo en el tránsito de sus publicaciones, configuradas con una poesía seca que en su brevedad discursiva trasmite al punto de incomodar y joder al lector (la claridad trae su golpe, que no es gracia del efectismo, sino de la configuración moral de la prosa. Hay ecos a Los hijos del orden de Luis Urteaga Cabrera). Es decir, estamos ante un escritor que se ha posicionado como uno de los más atendibles de la narrativa peruana y latinoamericana de los últimos años, teniendo en cuenta que su mejor propaganda ha sido la impresión que despierta su poética. No percibo lobby en Parra. No es de los autores que pagan por seguidores.
Si buscamos una palabra para definir a Los niños muertos, esa palabra es violencia. Violencia que del mismo modo vemos en sus demás libros de ficción, pero que en esta ocasión se despliega en una historia compleja que dialoga entre un presente signado por el contexto convulsionado de la década del ochenta y el de un pueblo de la sierra quince años antes. La barriada de Lima y el pueblo de adobe de Celendín. Un niño llamado Daniel descubre el mundo por medio de heridas emocionales que nunca van a cicatrizar. Su ingenuidad infantil es trastocada paulatinamente, y no es para menos: él parece ser la única sensibilidad pura en un ambiente en el que hay espacio para todo, menos para la inocencia. Parra no solo se vale de un estilo cortante, sino también hace uso de una técnica deudora del montaje cinematográfico. Esta es la única manera en que pudo contarse Los niños muertos. Mostrando, describiendo, ajeno a toda sentencia y afán de denuncia, que están presentes en precisamente lo que nos ofrece la pesada atmósfera de sus páginas.
Los niños muertos pone un orden, jerarquiza a la fuerza de la tradición realista peruana, últimamente tan atacada y ninguneada, o vista por encima del hombro (ese es un misterio que no puedo entender). Esta novela nos brinda la oportunidad de observar en serio nuestra realidad inmediata, rescatando su rica oralidad que hiere.
Necesitamos más narradores así, no para que se escriba de violencia, sino para que se escriba del tema que sea, en el registro que se ajuste a la voz del autor, pero eso sí, con sangre, venas y nervio.