La Asamblea General de las NNUU fue en septiembre la vitrina de una América Latina que ha reflejado en ese foro mundial su inestabilidad y fragmentación, si nos atenemos a los discursos y movimientos alrededor de la Asamblea. Compaginada con la campaña electoral en EE. UU., las dos guerras (Ucrania y Medio Oriente) y su marco geopolítico, la escena muestra a una región, al mismo tiempo, en tránsito y en desorden; es decir, un acelerado proceso de reelaboración de estrategias.
Lula se esforzó en poner sobre la mesa las cuestiones del cambio climático, la lucha contra el hambre y las desigualdades, el fin de los conflictos armados y la defensa del multilateralismo, un programa adherido a la Agenda 2030. Boric, por su lado, hizo un llamado al respeto a los DDHH sin importar el color político del gobierno que los vulnera y fue más que enfático en su crítica al régimen de Maduro. Por su parte, Petro puso énfasis en el fin de la dependencia del petróleo y la defensa de la Amazonía.
Como un mensaje insistente de esa agenda, Noboa debió retornar a Ecuador un día antes de su discurso en la Asamblea General, urgido por los incendios cerca de Quito y por la crisis energética fruto de una grave sequía. Venezuela y Nicaragua estuvieron representados en la crítica y el aislamiento, mientras que Perú y Bolivia, con sus mandatarios también ausentes, vivían el drama de convulsiones internas en camino a una mayor incertidumbre.
Milei expuso la nota más disonante de la región. Arremetió contra la Agenda 2030, tildándola de un programa de gobierno supranacional “de corte socialista” que pretende resolver los problemas de la modernidad con soluciones contrarias a la soberanía de los Estados, que violentan el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Milei llamó a los Estados a abandonar la Agenda 2030 y el Pacto del Futuro.
Pocas veces, en tan pocos días, y de modo tan claro, se fijaron en la región los códigos prospectivos de tendencias de influencia definitiva. En ese panorama, son bastante visibles dos retrocesos. El primero es el eclipse del socialismo del siglo XXI y el activismo de los países articulados al ALBA, de modo que, además del aislamiento de Ortega y Maduro, Bolivia exponía la peor cara de la desintegración del proyecto liderado desde 2005 por Evo Morales, liquidación protagonizada por el mismo Morales. La economía y la barbarie fratricida en su máximo esplendor.
El segundo eclipse es de la derecha democrática, ausente en el discurso y en la acción. Su falta de peso regional es el reflejo de su falta de centralidad en la casi totalidad de los países de América Latina, en la mayoría de casos —Perú, Brasil, Argentina, Colombia y Ecuador— devorados por las nuevas expresiones de una ultraderecha agresiva, adversaria del multilateralismo, xenófoba y negacionista de los problemas globales. Las elecciones en varios países, entre 2024 y 2026, marcarán ese declive y sustitución en la derecha regional.
El fraude electoral en Venezuela y luego la Asamblea General de las NNUU mostraron la gestación de una tercera vía en la región, distante tanto del fracaso que representa Maduro como opuesta a la arremetida que ahora simboliza Milei y antes Bolsonaro.
Esta vía, como discurso y programa, fue puesta en escena con ocasión del foro “En defensa de la democracia. Luchando contra el extremismo”, impulsado por Lula y realizado en Nueva York en paralelo a la Asamblea, y en el que participaron Macron, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, el primer ministro de Canadá, Trudeau, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, Boric y representantes de México y Colombia.
El posicionamiento contra el extremismo regional de proyectos gobernantes en Brasil, Colombia y Chile es sugerente. Lula, al inaugurar el foro, dio algunas pistas: que el extremismo es un síntoma de una crisis más profunda con múltiples causas; que la democracia liberal ha demostrado ser insuficiente y ha frustrado las expectativas de millones de personas; que un modelo que trabaja para el gran capital y abandona a los trabajadores a su suerte no es democrático; y que la abundancia para unos pocos y el hambre para muchos en el siglo XXI es la antesala del totalitarismo.
Desde Allende en los años sesenta y el Frente Amplio e Izquierda Unida en los ochenta —en Chile, Uruguay y Perú, respectivamente— la opción de una tercera vía es recurrente, aunque fue frenada desde la toma del poder de Hugo Chávez en 1999.
Sobre el papel, queda claro la creciente distancia de proyectos progresistas en la región respecto del extremismo fracasado en varios de sus países gobernados en nombre de un programa de izquierda, y su apuesta por un programa que intente promover y defender, al mismo tiempo, elecciones libres y los DDHH junto a una economía sana, sostenible e inclusiva. La distancia es igual frente a la ola extremista de la derecha que se propone re-neoliberalizar la región.
La asignatura pendiente de este espacio no es solo la democracia y la economía, sino también la seguridad. En varios países de la región no se asiste, exclusivamente, a la formación de opciones extremistas en la política, sino a la radicalización de la sociedad, afectada por el auge del crimen y la pérdida de territorios que pasan del control del Estado al control del delito. Una sociedad sin seguridad, con gobiernos democráticos —de derecha o izquierda— que son incapaces de controlar el avance del crimen, es la principal contribución del autoritarismo y extremismo.