Casi un año después del brutal ataque de Hamás contra civiles israelíes, la tormenta bélica en Oriente Medio no cesa. Más bien, crece, se desborda y se descontrola. El Estado hebreo es cada día más despiadado en Gaza, ha entrado también en el Líbano para enfrentar a Hezbolá, y hay otro frente de guerra abierto en Yemen.
Mientras cierro estas líneas, se reporta un ataque con drones desde Irak contra el norte de Israel. Todo va de mal en peor y hacia el horror, a pesar de los inútiles llamamientos de varios países y de la ONU para que vuelva la calma, si es que alguna vez la hubo realmente en esta zona cruzada por intereses y fobias de todo calibre.
Tras el asesinato de Hasán Nasralá, el líder de Hezbolá, el ayatolá Ali Jamenei ha hecho un llamamiento a todo el mundo musulmán para que resista. Ese es un momento clave de este instante de angustia: como es consciente de que no puede ganarle una guerra convencional a Netanyahu, invoca atacar desde varios lados.
Lo que se puede prever es un estallido en cadena en varias partes —incluso en Europa, como ya está ocurriendo— que intoxicará la escena global con atentados. O con ataques con misiles que, aun cuando sean contenidos por la cúpula de hierro israelí, provocarán algunas víctimas. En suma, parte del mundo en llamas.
¿Era posible detener una locura? Hace poco, un vocero norteamericano dio a entender que a veces las armas ayudan a la diplomacia. Estados Unidos se ha comportado en consecuencia: habla de alto al fuego, pero envía armas a Israel. Israel, a su vez, dice que no quiere dañar civiles, pero masacra a miles sin clemencia.
Ese cinismo político no hará más que perpetuar el odio. Toca las puertas de los grupos musulmanes más fanáticos, para que todo se convierta en una pira bélica. Desata el espanto sobre los inocentes y apaga toda esperanza. Tiene que parar. No es posible que, luego de doce meses, eso sea lo único que los líderes mundiales tienen para mostrarle al mundo, mientras un niño gazatí agoniza en medio de las bombas.