Hace poco, mientras revisaba títulos en mi librería favorita, reparé en un hecho curioso para un libro que sin ser un clásico (en la dimensión más elevada de lo que entendemos por clásico), tampoco una novedad, seguía suscitando la atención del lector. Tres jóvenes esperando su turno para comprar, cada uno, su ejemplar de la novela Cien cuyes de Gustavo Rodríguez. Situación parecida, pero en diferentes momentos, la vi en la última edición de la FIL.
Como se sabe, con este libro Rodríguez obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2023.
El premio Alfaguara, como sabemos, es un galardón muy codiciado, consagratorio para muchos escritores, aunque algunas plumas puristas digan lo contrario hasta recibirlo. Cuando Rodríguez lo ganó, ya venía con un prestigio narrativo avalado por lectores y especialistas a razón de sus últimas novelas, como Madrugada y Treinta kilómetros a la medianoche, pero cuando sus cuyes saltaron al ruedo, estos fueron masacrados, principalmente por el reseñismo local (ejercido, en su mayoría, por autores de ficción/no ficción en plena actividad, los cuales no se toman el trabajo de indicar al lector desde qué posición escriben). También hubo algunas reseñas negativas en el extranjero, hay que decirlo. Sin embargo, los señalamientos no le hicieron yaya al lector literario, que siempre está informado y constata (no es ningún caído del palto): revisa y se toma el tiempo necesario antes de pagar, por ejemplo.
Rodríguez no solo ha estado de gira presentando esta novela, las reimpresiones de la misma también han sido parte de la dinámica. ¿Por qué pasa esto si los celadores literarios se la han bajado a gusto? Pues bien, el éxito de Cien cuyes radica en que Rodríguez ha sabido construir un universo de lectores (y de todo tipo, desde el eventual al más entrenado) que lo siguen más allá de cómo ponderen sus libros los críticos de ocasión. Se identifican con su poética. ¿Hay algo de malo en ello?
Que no guste un registro narrativo, no significa que lo leído sea malo. Cien cuyes es una novela a la que el reseñismo le exigió aspectos que no le competían, sus logros y vistas caídas van por otra frecuencia. Se la criticó desde el lado que la fortalecía: desde lo que no era (¿una novela de lenguaje?, a saber).
Las reseñas pesan en función de una verdad (positiva y negativa, pero avalada por una coherencia de discurso (la dimensión moral del reseñista que lo salva hasta de los errores y desaciertos que pueda cometer); ergo: los que tienen rabo de paja, sencillamente no entran), pero cuando son usadas para el macheteo gratuito, la construcción del nombre del “reseñista” y la celebración de la humillación (y en sus móviles podemos armar no pocas conjeturas), la reseña se convierte en cualquier cosa menos en una guía para el lector, a quien no le importa si el crítico festeja o hunde una publicación, sino lo que hay detrás de su intención: sinceridad o payasada.
A las narrativas, los hechos, la evidencia: los cuyes siguen correteando y las reseñas negativas (por mal enfocadas) transitan en el olvido.
He ahí una razón del nulo impacto del reseñismo local.