La ilegitimidad de Dina Boluarte es una realidad que no puede ocultarse tras la figura de la sucesión constitucional. Pensar que su llegada al Gobierno fue legítima es ignorar que la represión armada contra la población fue el verdadero mecanismo con el que este régimen consiguió instalarse en el poder. Hay que decirlo: 50 personas asesinadas allanaron el camino de la coalición autoritaria y corrupta que mantiene secuestrado el Estado.
En el cinismo sobre la responsabilidad de esas muertes se abrazaron Ejecutivo y Legislativo para mecer el reclamo de nuevas elecciones y cambio constitucional, directo clamor de las masivas movilizaciones que sacudieron el país. Con esas manos manchadas de sangre, se hizo y se continúa la repartija de cargos. Sobre esa matanza inaugural se sostiene un Gobierno que, tras un año y ocho meses de aguante, continúa cavando el fondo de su popularidad.
La arremetida de las agendas particulares de los sectores mafiosos, lobistas y criminales que hoy padecemos es posible por ese abrazo de impunidad. Sin bancada propia o prestada, el mandato de Boluarte se dispersa en arreglos inmediatos con partidos-negocio y con un Congreso hiperfragmentado, para el que la ley y la institucionalidad son juguetes que manipulan a su antojo.
Un tema igual de grave que sigue siendo tratado de forma ligera es el rol de las fuerzas armadas y policiales para contribuir a la agonía de la democracia peruana. El Comando Conjunto de las FFAA no solo defendió las acciones que produjeron las masacres, sino que las justificó como una vuelta a la “normalidad” y en defensa de la democracia.
El haber llevado hasta las últimas consecuencias la represión armada para conservar el poder es lo que explica la duración de un Gobierno a todas luces precario e incapaz. Ante este estado de cosas, decir que la gente no sale a protestar por apatía es ignorar el peso que la muerte y la injusticia ponen en el corazón de un pueblo.