Desde hace un tiempo me dicen que no soy el optimista de antes, que mis artículos se han teñido de un ánimo sombrío. Puede ser. Como dijo una vez Lula, O Brasil mudou, eu mudei. Las cosas en el Perú también cambiaron. O volvieron a la normalidad. En todo caso, acepto la deriva; no sé si haya quien que no la sufra en estos lares.
Sin embargo, esto es distinto de una postura fatalista. Si el Perú de hoy no da para ser optimista, siempre hay margen para la esperanza. A diferencia del optimismo y del pesimismo – heterónimos de la flojera intelectual—la esperanza no es una convicción, es una posibilidad. Para la esperanza hace falta algo que abunda en el Perú: incertidumbre. Alguien dijo que aquí todo es difícil, pero nada es imposible.
La Feria Internacional del Libro en Lima me lo recuerda siempre: una vez al año le aplica una transfusión de sangre a mi anémico ánimo. Cuando uno ve las decenas de miles de personas que se agolpan al recinto cada día, cuando se observa la cantidad de editoriales pequeñas y grandes publicando absolutamente de todo, cuando se constata que las conferencias y presentaciones están siempre llenas, cuando uno ve todo eso y más, a uno le vienen ganas de cantar aquello de ¿quién dijo que todo está perdido? Una fiesta de lectores, editores, escritores. Una fiesta ciudadana.
Porque hay que repetirlo: el Perú es mucho mejor que el Perú político. No creo que Julio Villanueva Chang (capricornio) se propusiera demostrarlo con su nuevo libro, pero es una de las conclusiones que deja su lectura. No se nace en vano al pie de un volcán (Universidad Continental, 2024) es una colección estupenda de perfiles de cinco arequipeños notables. Notables no en un sentido marmóreo, sino por sus trayectorias, contribuciones y pasiones: un niño amante de las hormigas y defensor de los árboles; una musicóloga entrañable que, además de haber dirigido la sinfónica de Arequipa, ha escrito trece libros; un botánico de reputación mundial que ha descubierto 30 plantas y fundó tres bandas de rock; una vulcanóloga que confiesa que, sobre el Misti, hay más canciones que investigaciones; y un doctor que asegura andar en búsqueda de una medicina que no escinda cuerpo y alma. Los perfilados condensan una ciudadanía vital, abierta al mundo, comprometida con sus oficios, compatriotas y con la naturaleza; una donde ciencia, artes y humanidades se refuerzan mutuamente. Lo leo y me repito que el Perú no es un atado de waykis angurrientos de Rólex.
El alcalde de Jesús María –de Renovación Popular, desde luego—no quería prestar el parque de los Próceres para la feria. Es más, lo había anunciado con cara de gol. Más o menos como cuando cerró INPPARES, ese lugar abocado a la subversiva labor de brindar servicios de salud baratos sobre todo para mujeres. Pero fracasó. El gremio de libreros —y a través de ellos la ciudadanía— defendió su feria y consiguió que se realizara por vigesimoctava vez de manera ininterrumpida. (Por cierto, comentan que Boluarte se puso del lado de la feria, lo cual prueba que hasta un reloj malogrado está en lo correcto dos veces al día). No hay muchas cosas que duren 28 años en el Perú. Ni siquiera la democracia. Y, como me recuerda un amigo librero, es una feria que no solamente carece de auspicio estatal, sino que para realizarse ¡debe pagar —en miles de libros— a la Municipalidad de Jesús María! La feria es, en fin, otro pequeño triunfo de lo que alguien podría llamar los ciudadanos sin república.
Pero hubo un tiempo en que la ciudadanía contó con la preocupación estatal. Es lo que de alguna manera nos transmite Sharif Kahatt en su nuevo libro Atlas de la vivienda colectiva en Lima: arquitectura y proyecto urbano (Fondo editorial PUCP, 2024). El libro es una joya y puede leerse de muchas maneras. De un lado, es una recopilación prolija y fina de casi todos los proyectos arquitectónicos colectivos realizados en Lima desde la Quinta La Riva construida en 1911 hasta Alto Benavides del 2021. Pero el libro es más que eso.
Es también una historia de la expansión de Lima, una en la que el Estado con grandes dificultades a lo largo del siglo XX procuró planear y brindar vivienda a la ciudadanía. A partir de los noventa, en cambio, subraya el autor, la preocupación por la urbanidad fue reemplazada por la urgencia de la vivienda individual. El modelo urbano pasa a ser uno obsesionado con enrejarse y desertar de la ciudad y sus semejantes. Como en una profecía autocumplida, la ciudad aterrorizada se amuralla y profundiza así las condiciones para la inseguridad. La preocupación última de Kahatt es cómo convivir entre conciudadanos y no solo apiñados unos junto a los otros.
La FIL es un lugar de los que no hay. Por eso en un par de semanas cientos de miles de personas llegan a disfrutar de esta rara experiencia. Sin temernos ni despreciarnos, vagabundeamos en busca de lecturas o picarones, de una amiga, una conferencia o por el puro hueveo (there’s a lot to learn/from waisting time, Neil Young). Ahí nadie va a bajar de una moto y encañonarnos por el celular: la insólita experiencia de descuidarnos. Por un ratito, los próceres alojados en lo alto del parque le ceden su sitio a una ciudadanía que experimenta una vida en común parecida a lo que alguna vez prometieron: constituir una comunidad de semejantes y no un agregado de enemigos.
Hace mucho esperaba una novela que capture los rasgos principales del Perú de los años 2000, este país donde han convivido el enriquecimiento económico con la bancarrota moral. Omar Aliaga, periodista trujillano, la ha escrito. Los hombres que mataron a la primavera (Fondo de Cultura Económica, 2024) es una excelente primera novela. La historia está libremente inspirada en el escuadrón de la muerte que campeó en Trujillo durante el segundo gobierno de Alan García. La novela funciona tanto como una caracterización de la región La Libertad de aquellos días, como anticipo de lo que vivimos hoy a nivel nacional. Con gran ritmo, entrelaza las historias de políticos apristas en tiempos de Odebrecht mientras asciende César Acuña; policías asociados con delincuentes se dedican a aterrorizar pitucos siempre generosos con quien los asusta; mineros ilegales van haciéndose más presentes en la ciudad; jueces que suelen tener cash bajo el colchón, policías con Rólex (literal)… pero también están los periodistas obstinados y nobles (también los vendidos), además de una juventud global y culta, debidamente alcoholizada en el Chaska. Una muy buena novela que trasciende a la ciudad de la eterna balacera.
El año 2019 fue el mejor de la feria: casi 600.000 visitantes y 20 millones de soles en ventas. Según me dicen, este año viene muy bien y podría superar esas cifras. Ojalá. Lo lindo también está en lo que estos números albergan: una feria con pluralismos de todo tipo. De edades, por ejemplo. En muchos de los auditorios veo gente mayor, pero, de tanto en tanto, se escuchan alaridos adolescentes que responden a la presencia de algún autor o autora popular, mientras los niños abarrotan las áreas con juegos de mesa. Socialmente, se trata de una feria de las diversas clases medias que, por la razón que sea, no salieron de viaje por fiestas patrias. La oferta de libros, a su vez, tiene casi todo. Y, sobre todo, hay mucho más que libros. Porque la feria es eso, una feria popular. No es un evento solemne (aunque su inauguración lo pretenda: como siempre, lo institucional disociado de la gente): la feria es la posibilidad del relajo familiar. Y en las noches, ¡música! De los Doltons al folklore, de la cumbia a la clásica. Todo por ocho soles. Obviamente, por muchas razones, no es la feria de Guadalajara ni la de Buenos Aires, pero está bien recordar que Santiago no tiene una y la de Quito es muy pequeña en comparación a la nuestra. Queda mucho por mejorar, por cierto. Sin señalización, uno da vueltas como vaca sin cencerro buscando auditorios o stands, los baños son precarios, en algunos auditorios se filtra una diversidad de ruidos, etc…
Como sea, la feria siempre viene a recordarnos que hay con qué. Si es cierto que las adversidades se alzan unas tras otras en el país, también lo es que resiste una cierta sociabilidad ciudadana a la búsqueda de espacios que la permitan florecer. La democracia no es solo un asunto de reglas escritas, es también una forma de convivencia. Cuando los griegos inventaron la democracia sabían bien que esta se sostenía en que la ciudadanía se encontrase en los banquetes de la ciudad o en las puestas en escena de las tragedias; la institucionalización de los derechos individuales en el siglo XVIII y XIX solo se produce luego de que una nueva socialización urbana y pública introdujo los hábitos de la igualdad; y la historiadora Lynn Hunt ha mostrado que la literatura del siglo XVIII permitió el ascenso de la era de los derechos humanos. La feria del libro y sus visitantes son parte fundamental de nuestra eventual regeneración. ❖