Esta novela ha ido creciendo a lo largo de los años, pero necesita ser un poco más difundida. Se trata de una obra maestra.
Hace unos días, un joven escritor y voraz lector me pasó un enlace sobre los cincuenta años de la novela Stoner del escritor norteamericano John Williams. Cuando ingresé al enlace, efectivamente, se trataba de un homenaje a esta novela que ha tenido un modesto tránsito, lo cual no quiere decir que el prestigio no haya sido parte de él. Pero ese sarao literario tenía algunos errores, se decía que la novela se publicó en 1975 y que este 2024 el libro cumplía medio siglo. Se lo hice saber a mi amigo y este me dijo que lo había apuntado en su lista de libros a comprar en la próxima FIL, que arranca este viernes 19.
Que esta confluencia de errores sirva para que me sume a la fiesta adelantada por los 50 años de una novela como Stoner, la cual exhibe esa luz capaz de extender tu visión de la vida. Bueno, así son las obras maestras. Tan necesarias en estos tiempos dominados por las promociones de las novedades editoriales.
Supe de Stoner gracias a unos encendidos artículos de Enrique Vila Matas y Rodrigo Fresán, circa 2012. Se trataba, se desprendía de la lectura, de una obra maestra olvidada. Además, la reciente edición del libro corría por la editorial independiente española Baile del Sol. Si hoy se sabe de John Williams y de su novela emblemática, es gracias a este par de autores que cumplieron con despertar el interés de muchos lectores en Hispanoamérica.
La busqué por buen tiempo por librerías limeñas, la había mandado incluso a pedir. Pero los resultados no eran los esperados. Hasta que, en mayo de 2013, viajé a Santiago de Chile a ofrecer dos conferencias sobre narrativa peruana contemporánea en el Centro Cultural de España de esta ciudad. Esto no lo cuento por autobombo, sino para explicar mi llegada a Stoner, porque esta novela capaz de extender la visión de tu vida —este debe ser el cintillo, creo— se había convertido para mí en un deseo reposado y tras caminar por los espacios bohemios de Santiago, como Lastarria, llegué a la librería Metales Pesados, cuyo dueño Sergio Parra me dio una clase maestra de lo que significa ser librero, de la pasión renovada que debemos tener por la lectura y de la verdad con la que debemos conducirnos en el rubro del libro. Como no podía ser de otra forma, Parra tenía en sus estantes esta novela de John Williams.
Con la novela en manos, emprendí una serie de reencuentros con ella por años. Había varios motivos que los justificaban. Desde el lado literario, estaba ante una novela que un escritor la puede escribir una sola vez en la vida. Aquí no importa mucho el talento o la historia, sino el momento en que se escribe. No creo que exista escritor que haya sido ajeno a esta situación. Puedes tener éxito o no, pero en el proyecto de obra, siempre hay un libro que se escribió en circunstancias que no se volverán a repetir y ello no determina la calidad. Si calidad y circunstancia especial confluyen, qué bueno.
Y otra razón para los reencuentros, como lector sentía que crecía con ella y esta impresión es felizmente compartida por los lectores con quienes he tenido la oportunidad de hablar de Stoner. Aparte de estro verbal, uno encontraba en estas páginas respuestas a las vicisitudes de la vida, ya sea en su literal expresión como en sus silencios. ¿Reconexión con la vida, acaso?
La prosa de Williams es dueña de un hechizo sonoro muy particular que nos recuerda a la quieta potencia catalizadora de la poesía de Emily Dickinson. Las frases de Williams son como una fiesta de detalles epifánicos que marcan a la cotidianidad, que reflejan el día a día de un común profesor de literatura y filosofía llamado William Stoner.
De lejos, parece un argumento ordinario: un hombre que encontró en su juventud la pasión por la enseñanza de la literatura, pasión de arrebato que le obligó a dejar la carrera de Agricultura en La Universidad de Missouri, luego de una clase de un curso, de relleno del programa académico, sobre literatura inglesa en la que el profesor Sloane le formula una pregunta sobre la poesía de Shakespeare. Así Stoner le dijo no al deseo de sus padres, que lo querían como un profesional del agro que conduzca el negocio familiar. Y de cerca, el argumento es la radiografía de un hombre idealista que lucha contra la banalidad y mediocridad por medio de un desmedido amor por el trabajo intelectual, signado por una generosa sapiencia que inculca a sus alumnos. No obstante, Stoner no es libre del descuido en su vida personal.
Novelas como esta hay que mirarlas así: fijarnos en lo que no se dice, en la magia existente entre líneas, en la especulación imaginativa, en las inquietas preguntas que nos generan las acciones de este superfluo protagonista. En estos aspectos descansa la sal de la prosa de Williams. Por momentos, el lector atento podría estar pensando en un silente vástago de Chejov y Dickinson, pero no, no es así. Williams es fruto de la más pura y dura tradición de la narrativa gringa, pero que, a diferencia de sus nombres capitales, Stoner nos sitúa en un oscuro y extenso viaje interior, porque lo que seduce de su personaje Stoner no es su reacción (pensemos en la relación con su esposa, una mujer a la que ama pero que al parecer tiene una función: complicar innecesariamente la vida de su esposo; en su hija, que es la razón de su vida y a la vez la fuga de las humillaciones de su mujer; en la dinámica del mundo académico que Stoner debe recorrer con cuidado), sino el pliegue reflexivo, el discurso que barniza al acontecimiento diario, aquel peso que le da a su mirada de la vida. No pasa nada, pero a la vez sucede todo en esta novela que deviene en metáfora radiografía de los secretos, miserias y luces del mundo interior. No hay mucho que pensar: todos somos William Stoner.
Desde el año 2015, Stoner, como producto editorial, ha tenido una vida más amable, con ediciones independientes en varios países —a las casas editoriales grandes se les está escapando esta bella tortuga— y con toda justicia es catalogada como un clásico contemporáneo. Lo es gracias a los por lectores que editan, a los lectores que reseñan y a los lectores que saben leer. Parece un sinsentido, pero no todo lo que brilla es oro, no todo lo que se nos dice que es lo top resulta siendo tal. Hay una gran literatura contemporánea con lectores selectos que no tiene nada que ver con las campañas promocionales y Stoner es parte de un exclusivo club que tiene las puertas abiertas para quien quiera leer algo distinto a las tendencias.
Algunos, creo que con razón, la podrían calificar de novela para escritores y no necesariamente por la temática acabada de exponer, sino por la construcción de un personaje poliédrico que transmite en su supuesta falta de vitalismo. Bien dicen los que saben, como Harold Bloom, que las novelas clásicas tienen como base al personaje, que sin una buena construcción del mismo no puede haber proyecto narrativo que llegue a buen puerto. Esta es también una ley narratológica que por alguna extraña razón la narrativa hispanoamericana reciente no está explorando, seducida por la formalidad y la forzada experimentación que ha encontrado apoyo en programas de escritura creativa que cuentan con la ayuda de editoriales relacionadas que no pueden negar un hecho recurrente: la corta vida de esos proyectos en el imaginario del lector. Se pretende crear un continente literario, pero pasan del personaje.
Stoner es una novela que sigue vigente debido al entusiasmo de los lectores. No recuerdo ubicarla dentro de una campaña promocional, que debería tenerla en algún momento para extender un poco más su radiación, para que esté en donde debe y sea el lector quien decida o no leerla. A ver si alguien pesca el dato.
