Los poderes legislativos de los sistemas democráticos parlamentarios tienen habitualmente tres funciones más allá de investir de confianza parlamentaria a los presidentes de gobierno: una función legislativa, una función de control y una función de orientación política.
En la pinza de Sánchez y Armengol, el papel del Congreso de los Diputados parece haberse agotado tras la sesión de investidura y su contrapartida, la infame aprobación de la Ley de Amnistía. Son las únicas votaciones que el PSOE reconoce como importantes, hasta el punto de querer contraponerlas, incluso, ante la actuación independiente del Poder Judicial, cimentando el discurso populista de que las mayorías deben ser irrestrictas, impunes e incontrolables.
En coherencia con esa estrategia populista, las restantes funciones del Congreso han dejado de existir salvo cuando al líder le conviene.
El Congreso tramita las leyes que el Presidente quiere. Si la oposición registra normas que no gustan al PSOE, el Gobierno las veta de forma irregular, en contra de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional e, incluso, del criterio de los servicios jurídicos del Congreso, como ha ocurrido con nuestras leyes de conciliación o del sistema alimentario. Pero si el Gobierno tiene una urgencia legislativa, no le tiembla el pulso ni le produce rubor colar una enmienda intrusa en otro texto en trámite, por poco o nada que tenga que ver con ella –hemos llegado a ver cómo una ley de paridad terminaba robando al Senado sus funciones presupuestarias–. No hay encaje imposible para hacer la voluntad de Sánchez.
El Congreso controla al Gobierno… cuando el Gobierno permite que el Congreso le controle –algo cada vez menos frecuente–. Los ministros contestan a lo que quieren e incluso, si así lo desean, se erigen en controladores de la oposición en el Pleno. Y eso cuando quieren, pues sus ausencias de las sesiones de control se reiteran sin que medie ningún tipo de justificación.
Y, por supuesto, la orientación política que marca el Congreso también es a la carta. Amnistiar a delincuentes es sagrado porque se ha votado en el Congreso, pero reconocer a Edmundo González, revertir la postura sobre el Sáhara, deflactar la tarifa del IRPF o paralizar el absurdo decreto del «gran hermano» turístico son acuerdos mayoritarios de la Cámara que el Gobierno puede ignorar sin inmutarse. El PP ha logrado aprobar, en contra del criterio del PSOE, más de 200 iniciativas en esta legislatura. Ah, pero esas mayorías no son «progresistas» y el líder, por el bien del pueblo al que dice representar en exclusiva, puede optar por no escucharlas.
Este es el «Congreso a la carta» que han diseñado Sánchez y Armengol. Un Congreso en el que un presidente en minoría puede elegir con poder omnímodo qué leyes se tramitan, qué preguntas se contestan y qué mandatos parlamentarios se cumplen.
Una democracia a la carta con una relación voluble entre ejecutivo y legislativo en la que, sobre el papel, aquello que hace el Gobierno está votado por el Congreso pero, en realidad, el Gobierno no hace todo lo que vota el Congreso sino que elige, de entre el menú de propuestas aprobadas, ejecutar solo aquellas que coincidan con su voluntad.
Sánchez optó, voluntariamente, por presentarse a la investidura en un Congreso en el que sabía que tendría una mayoría volátil, pero ahora no es capaz de asumir las consecuencias de su propia decisión. Si tanto quería ser presidente en minoría tendría que asumir que es su deber acatar los mandatos de las mayorías que se conformen, que pueden acordar eliminar el impuesto de producción eléctrica, implantar deducciones fiscales para jóvenes, incrementar las penas por multirreincidencia, ampliar las posibilidades de conciliación familiar o exigir financiación estatal para la gratuidad de las escuelas infantiles.
Al sanchismo no le gusta el menú democrático que se sirve en el Congreso y se esmera en apartar las verduras mientras exige delicatessen. Quizá aún no sea consciente, pero solo le espera el hambre. Porque la democracia parlamentaria, en minoría, no es para sibaritas.
* Miguel Tellado es portavoz del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso