No había sucedido nunca antes en la historia secular de la Iglesia, pero a Francisco esta consideración no le ha detenido para abrir la segunda Puerta Santa de este Jubileo en la cárcel de Rebibbia, la más grande de Italia, donde se apiñan más de 1.500 presos, algunos de ellos de alta peligrosidad.
El 26 de diciembre, a las nueve de una mañana clara pero fría, el Papa llegaba a este recinto carcelario situado a las afueras de Roma. Dio cinco golpes a la puerta de la capilla del Padrenuestro. Se abrió y el Pontífice, de pie, la traspasó y se introdujo en el templo, donde le esperaban dos centenares de personas: presos y presas, guardias penitenciarios, voluntarios de asociaciones humanitarias, policías y el ministro de Justicia Carlo Nordio.
En su homilía improvisada, Bergoglio insistió ante sus admirados oyentes en esta consigna: «No perdáis nunca la esperanza, la esperanza no defrauda nunca. Es como una ancla con cuya cuerda nos sentimos seguros, a veces la cuerda es dura y nos hace daño en las manos pero el ancla nos salva».
Los últimos Papas han visitado las cárceles (inolvidable la de Juan XXIII a la romana de Regina Coeli), pero Francisco les ha superado a todos y en muchos de sus viajes ha querido llegar a esos lugares. En la bula jubilar lanzó un llamamiento a los gobiernos para que concedan este año una amnistía o al menos una condonación de penas. Hasta ahora solo le ha escuchado el norteamericano Biden, que ha salvado a 37 condenados a muerte.
La situación de las prisiones italianas es lamentable. En todas ellas se hacinan miles de detenidos, muchos de ellos a la espera de una sentencia que se dilata en años. En los últimos doce meses se han registrado 89 suicidios y numerosos casos de autolesiones y motines.