Israel e Irán han sido archienemigos desde la revolución islámica en el país persa en 1979, cuando Irán rompió vínculos diplomáticos y comerciales con Israel y su gobierno teocrático dejó de reconocer la legitimidad del país.
Durante las dos décadas siguientes hubo una relación fría que se calentó a principios de los 1990, tras la caída de la Unión Soviética y la derrota de Irak en la Guerra del Golfo. El conflicto retórico se agudizó durante la presidencia de Mahmud Ahmadinejad.
La lenta escalada no se detuvo, contribuyó a ella el desarrollo de la tecnología nuclear de Irán, su apoyo a organizaciones islamistas como Hizbulá, Yihad Islámica, Hamás y los hutíes, además de la presunta participación de la República Islámica en ataques terroristas como el ataque de 1992 a la embajada israelí en Buenos Aires y el atentado a la AMIA de 1994 en la misma ciudad, así como otros asesinatos y atentados con bombas.
En 2017 Irán mostró al mundo su efectista reloj del día del juicio final, en el que la cuenta atrás señala la destrucción de Israel, en 2040.
En este contexto, la guerra no abierta que ambas naciones mantenían se manifestaba a través del apoyo a diferentes facciones en distintos lugares del mundo, no siempre alineadas con sus propios intereses. Irán brindó ayuda al gobierno sirio, mientras que Israel apoyó a los grupos de la oposición. En Yemen, Irán apoya a los rebeldes hutíes, mientras que Israel lo ha hecho a la coalición liderada por Arabia Saudí que lucha contra los rebeldes yemeníes. El conflicto también ha sentido a lo largo de los años en ataques cibernéticos y ataques a instalaciones nucleares y petroleros.
Pero con la guerra desatada tras el ataque de Hamás contra Israel en octubre de 2023 y la violencia que aquella violencia generó, el status quo conflictivo y sanguinario de Oriente Medio ha cobrado otras formas más agudas, y no menos conflictivas ni sanguinarias. A Hamás se unió la organización chiita proiraní libanesa Hizbulá, que hostigó a Israel durante un año casi sin consecuencias que no pudiera asumir. Hasta que episodios de mayor violencia por parte de Hizbulá encontraron respuesta en un aumento en la intensidad de las represalias israelíes y, a principios de octubre de este año, Israel comenzó su incursión terrestre en el sur del territorio libanés, el bastión político y militar de Hizbulá.
Días antes, dos oleadas de detonaciones de dispositivos de comunicación de miembros de Hizbulá, con más de 30 muertos y sobre 1.700 heridos, fue seguida de una campaña de bombardeos aéreos que acabó con su liderazgo. Su dirigente histórico, Hasan Nasrala, murió en un ataque con bombas antibúnkeres sobre un edificio residencial de Beirut, así como su sucesor. Y cientos de civiles. Hizbulá, Hamás, los hutíes de Yemen y las milicias proiraníes de Irak y Siria, forman parte del autodenominado «eje de resistencia» contra Israel patrocinado por Irán. O, también conocido como «el anillo de fuego», que estos «proxys» de Irán mantenían, acosando a Israel, sin necesidad de que Irán interviniera directamente.
Sin embargo, el 1 de abril, Israel bombardeó un complejo consular iraní en Damasco matando a varios altos cargos iraníes, entre ellos al general de brigada Mohamad Reza Zahedi, comandante de la Fuerza Quds, el oficial militar iraní de más alto desde el asesinato del general Qasem Suleimani en enero de 2020 en Bagdad. La tarde del 13 de abril los israelíes recibieron mensajes de los medios que decían que el ataque iraní estaba en camino y, efectivamente, la República Islámica disparó más de 300 drones, misiles de crucero y misiles balísticos contra la base aérea Nevatim de las Fuerzas de Defensa de Israel en el desierto del Néguev y un centro de inteligencia de las Fuerzas de Defensa de Israel en el monte Hermón. Israel y sus aliados interceptaron la gran mayoría de los proyectiles, con la ayuda de una coalición internacional en la que estaba Estados Unidos, Francia, Jordania y otros países árabes.
Israel, tras mucha presión internacional en pos de la contención, respondió al ataque iraní destruyendo un radar de ataque que formaba parte de un sistema de defensa aérea iraní S-300 en el centro del país, inutilizando el sistema de modo que una batería de misiles tierra-aire no puede rastrear y atacar sus objetivos.
Irán llevó a cabo su segundo ataque directo contra Israel en octubre de 2024 después de que Israel matara al jefe del buró político de Hamás, Ismail Haniyeh, en Teherán en julio, y al secretario general de Hizbulá, Hasán Nasralá así como el general de brigada adjunto de operaciones del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Iraní (CGRI) Abas Nilforoushan en septiembre en Beriut.
Irán entonces disparó alrededor de 180 misiles balísticos contra Israel, causando daños menores a la infraestructura militar y civil israelí, pero mandando a todo el país a los refugios. El contraataque israelí, de nuevo precedido por pedidos de contención, respondió lanzando tres oleadas de bombardeos contra Irán el 25 de octubre.
Fueron atacados equipos de mezcla utilizados para producir combustible sólido para misiles balísticos con el fin de limitar la capacidad de Irán para fabricar los tipos de misiles balísticos de largo alcance. Según el Instituto de Estudio de la Guerra (ISW, por sus siglas en inglés) Irán no puede producir esas mezcladoras y las adquiere de China, lo cual toma por lo menos un año. De este modo, Israel obstruyó temporalmente la fabricación de estos misiles de largo alcance que Irán no solo usó contra Israel, y podría volver a usar, sino que también envía a sus aliados, incluida Rusia.
Irán prometió tomar represalias contra ese último ataque. En Israel, si bien en las primeras semanas que siguieron al ataque se recordaba esa cuenta pendiente y se especulaba qué podría cobrar, han pasado tantas cosas que el asunto se ha ido diluyendo en la conversación pública.
Sin embargo, los militares israelíes no consideran que la escalada haya terminado. Y los militares iraníes insisten en que no lo ha hecho.