Cuando su rehabilitación regional parecía un hecho, una fulgurante e inesperada ofensiva militar protagonizada por una amalgama de fuerzas neoyihadistas e islamistas -con Hayat al Tahrir al Sham a la cabeza- y coordinada con rebeldes -Ejército Nacional Sirio, no confundir con las fuerzas regulares- apoyados por Turquía acabaron en las primeras horas del domingo 8 de diciembre con el régimen de Bachar al Asad. La operación había comenzado apenas diez días antes con el avance desde el bastión de los integristas en Idlib. Tras apenas cuatro días de duros enfrentamientos entre las distintas facciones rebeldes y el Ejército del régimen baazista, los insurgentes lograban entrar triunfantes en el centro de Alepo, corazón comercial de Siria, una ciudad que el régimen había convertido en símbolo de su resistencia.
Dos días después caía también Hama, y lo que parecía un avance más simbólico que militarmente decisivo de los insurgentes comandados por el ex yihadista Abu Mohamed Al Golani -se presuponía una dura resistencia de un régimen capaz de superar una década de guerra y aún en control al menos del 60% del territorio- se estaba convirtiendo en el principio del fin de la dictadura instaurada por Hafez el Asad, padre del depuesto presidente, en 1971.
Dos factores explicaron el desmoronamiento de la última dictadura de corte nacionalista, secular y panarabista del Medio Oriente. Por un lado, la renuncia, ya sea por incapacidad o por una cuestión de prioridades, a implicarse de lleno en la defensa del régimen del Partido Baaz por parte de los grandes aliados de Bachar al Asad. Tras casi dos años de guerra en Ucrania, la Federación Rusa, decisiva en la defensa de la dictadura diez años atrás gracias a la intervención de su aviación, no es la misma de entonces. Tampoco son los de otros tiempos la República Islámica de Irán, objeto de prolongadas sanciones económicas occidentales, y la más poderosa de sus milicias proxy en la región, Hizbulá, severamente castigada tras semanas de ataques israelíes en sus feudos del Líbano. Ninguno de los dos grandes amigos de Damasco fue capaz de enfrentarse sobre el terreno a los islamistas radicales del islam suní que desde el mes de diciembre disfrutan del poder en la vieja, diversa y castigada Siria.
Además, la dictadura del clan Asad ha sucumbido a factores de orden doméstico como el marasmo económico nacional, que se ha traducido en una tasa del 90% de pobreza y en una población sin fe alguna en las capacidades de gestión de sus autoridades y, sobre todo, a la renuncia de las otrora temibles tropas del Ejército regular y fuerzas de seguridad a enfrentarse por un régimen corrupto y moribundo a un enemigo más motivado y con mejores medios.
Con la entrada triunfal de los rebeldes en un Damasco que los recibió como héroes -con al menos el 70% de población suní y una dictadura copada por representantes de la minoría alauí- la dictadura de Asad, huido desde la base aérea rusa de la provincia de Latakia, a Moscú acompañado de su familia gracias al asilo concedido por el Kremlin, pasaba definitivamente a la historia.
El descubrimiento de una parte de los archivos de los servicios de inteligencia y del aparato de seguridad, así como de las entrañas de las cárceles y centros de detención, permitió en las últimas semanas del mes de diciembre vislumbrar el nivel de crueldad y brutalidad de una dictadura que fue capaz de zafarse con éxito durante más de 53 años de cualquier forma de disidencia y oposición, incluidos 13 años de guerra civil y por interposición. Según datos de Naciones Unidas, más de 300.000 personas perdieron la vida en Siria desde 2011 hasta 2021 y otras 100.000 más desaparecieron forzosamente. Además, con su derrumbe inesperado, los ciudadanos sirios han tenido ocasión de conocer la vida de lujos y excesos del clan gobernante oculta tras una pátina de austeridad y modernidad.
El paso de las semanas y los meses dirá si las promesas democráticas y conciliadoras de las nuevas autoridades -a la cabeza de ellas se sitúa una organización de ideología yihadista que ha tratado en los últimos años de forjar una nueva imagen de moderación- se traducen en la instauración de un Estado de Derecho respetuoso con el pluralismo político y la diversidad étnica y religiosa de Siria.
Otro de los retos futuros de Siria será articular territorialmente un Estado dividido de facto desde años en varias administraciones o zonas de influencia. Al margen del espacio mayoritario controlado por los rebeldes triunfantes, en torno a un 20% del país en el noreste está gestionado de manera casi independiente por las Fuerzas Democráticas Sirias, una coalición de fuerzas prokurdas, a su vez respaldadas por Estados Unidos. Un eventual fracaso en las negociaciones entre rebeldes islamistas y fuerzas proturcas y la autoridad kurda del norte y el este podría desembocar en un nuevo conflicto bélico en un país y una región exhaustos y ávidos de buenas noticias.