l trayecto hacia St. Moritz ya refleja la exclusividad de este enclave suizo, escondido entre los Alpes. Ya sea desde Zúrich o Milán (aunque existen otras opciones, estas son las más recomendables), un viaje en coche o tren de tres horas serpentea a través de valles, lagos y montañas hasta desembocar en un pequeño pueblo de poco más de 5.000 habitantes, que desde hace siglos es una parada obligatoria para los amantes de los deportes de nieve y la naturaleza, aquellos que disfrutan de una buena bajada de esquí sin perder el glamour. De hecho, uno de los hitos de esta comuna suiza es albergar la pista de esquí más antigua, inaugurada en 1864. Pero no adelantemos acontecimientos.
Lo primero que llama la atención al bajar del tren es el inspirador lago que da vida al entorno y que, incluso en los meses de enero y febrero, se convierte en el epicentro de la actividad diaria. Su congelación permite que sobre él la vida fluya como si se tratase de tierra firme. Restaurantes se instalan sobre el hielo y se practican campeonatos deportivos. En invierno, se celebran tradicionales carreras de caballos, patinaje sobre el lago helado, el Campeonato Mundial de polo, cricket, golf, torneos de curling y festivales gastronómicos. En verano, el lago se convierte en el paraíso de los windsurfistas. Este es uno de los detalles que hace único a este pueblo del valle de la Alta Engadina, al igual que su récord Guinness por el mayor número de días soleados.
A pesar de estar rodeado de nieve y custodiado por imponentes montañas alpinas, St. Moritz presume de ofrecer 322 días de sol al año. Su altitud de 1.856 metros garantiza que el astro rey se haga presente con fuerza en este enclave. De hecho, esta vertiginosa altura hace que la zona sea conocida como «la cima del mundo». Los apasionados del esquí saben que practicar este deporte bajo los intensos rayos del sol en cada bajada es una de las mayores delicias.
Lo que antaño fue un paso de pastoreo de acceso complejo y, más tarde, un punto de peregrinación hacia los manantiales minerales con aguas sanadoras, es hoy en día un destino irresistible para quienes buscan distinción. St. Moritz fue una de las primeras sedes de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1928, evento que se repitió veinte años después. A la espera de la gran nevada, subimos en teleférico para dar nuestros primeros pasos sobre el oro blanco. Comenzamos la subida al Glaciar Diavolezza, que ofrece kilómetros de pistas esquiables y más de 1.000 metros de desnivel, solo aptos para expertos. Aquí solo encontrarán pistas rojas y negras. Si se atreven, pueden probar la mítica pista Morteratsch. Pero esto es solo un aperitivo, ya que, en conjunto, Saint Moritz cuenta con 350 kilómetros de pistas esquiables, con una calidad de nieve exquisita gracias a la altitud que varía entre los 1.800 y los 3.300 metros. Además, la montaña de Corviglia posee la pendiente de salida más pronunciada de Suiza: la pared de Piz Nair tiene un desnivel del 100%.
Hacemos una pausa en el camino para disfrutar del té de las cinco (que aquí es tradición) en uno de los hoteles más chic de Saint Moritz, donde también nos alojamos, dentro de la extraordinaria oferta hotelera disponible. El Grace La Margna, el único cinco estrellas que permanece abierto los 365 días del año, no solo ofrece exclusividad a sus clientes, sino que también se ha convertido en un punto de encuentro para quienes desean disfrutar de las idílicas panorámicas desde su restaurante «The View». Además, este hotel Art Nouveau con 124 años de historia, estrena ahora una nueva cara, consolidándose como uno de los iconos del lugar. Dormir en una de las habitaciones de La Margna y despertar viendo cómo los primeros rayos del sol se reflejan sobre el lago de St. Moritz no tiene precio.
[[H2:El «place to be» de los famosos]]
Otro de los hitos de los que puede presumir este lugar es la cantidad de celebridades que cada año (y desde hace siglos) lo eligen como destino. Por aquí han pasado, entre otros, Carolina de Mónaco, George Clooney, Robbie Williams, y también fue el destino invernal favorito de iconos como Audrey Hepburn, Alfred Hitchcock y Brigitte Bardot.
Dejando a un lado el «gossip» de las celebridades que se dejan ver por St. Moritz, salimos del Grace La Margna para callejear por el centro de este pintoresco pueblo, donde sus empinadas calles se retuercen entre las montañas. Claro está que resulta parada obligatoria detenerse en alguna de las chocolaterías y darse un capricho calórico.
Tras atravesar su «milla de oro», donde las mejores firmas de moda hacen su «invierno», y echar una ojeada a la principal iglesia neogótica, nos topamos con Chesa Futura (Casa del Futuro, en romanche, una de las lenguas suizas), una evocadora obra de Norman Foster que dejó aquí su sello con un diseño disruptivo, simulando una nube de madera atrapada entre las montañas alpinas. Panelada con madera de alerce, uno de los materiales más característicos de las construcciones suizas, este lujoso residencial ofrece unas vistas espectaculares. No es de extrañar que el arquitecto y su esposa, Elena Ochoa, eligieran este lugar para pasar el confinamiento durante la pandemia de covid, que tuvo a todo el planeta encerrado.
Bajamos unas cuantas cuestas para emprender una caminata alrededor del lago. Unos cinco kilómetros de paz rodeados de naturaleza por donde se diseminan pequeñas cabañas. Y, claro, si de cabañas se trata, no se puede dejar de visitar la más famosa de todas: la de Heidi. A solo dos horas en coche de Saint Moritz se encuentra la casa y el pueblo que inspiraron a la autora Johanna Spyri para crear la historia de esta pequeña huérfana. Sin embargo, no es necesario un gran viaje si lo que quieren es ver el «Heidi Hut», la cabaña donde se rodó el mítico filme de 1952. Un agradable paseo de unos 50 minutos nos llevará hasta la zona de Salastrains.
Allí podrán entrar en la cabaña y sentarse en uno de los famosos bancos, donde se encontrarán con varias personas haciéndose «selfies», como manda la tradición.
Y si de tradiciones se trata, no podemos concluir nuestro paso por St. Moritz sin catar la gastronomía local, que está plagada de inspiración italiana. Pues bien, no duden en probar una fondue (eso sí, mejor para comer si no quieren que se les atragante el sueño) acompañada de un rösti, una tortita redonda elaborada a base de patata rallada típica de Suiza, a la que añaden desde carne hasta salmón. Un bocado perfecto a los pies de los Alpes antes de emprender el viaje de vuelta.