Resulta fascinante la capacidad de la izquierda para hacer política de las tragedias. No importa el grado de trauma que padezca la sociedad, en pleno duelo, con las campanas repicando, los especialistas del agitprop montan manifestaciones, sacan pasquines (de papel o digitales, da igual) y azuzan al oponente. Aunque se estén llorando muertos o recogiendo toneladas de despojos, la alerta política no baja en este sector social: se siguen haciendo cuentas de resultados. Puede que la derecha lo intente emular, pero es un talento inimitable, muy superior, con décadas de ventaja teórica y práctica. Cada suceso extremo, siempre que tenga lugar bajo un gobierno del oponente, es explotado para la movilización social. La lista es interminable.
En el Prestige, por ejemplo, el vertido de petróleo de un buque liberiano fue la cuna del movimiento «Nunca Máis», que arremetió de frente contra el ministro Álvarez Cascos y el Gobierno de Aznar, y culminó en la llegada al poder en Galicia del partido Socialista y el BNG. La oleada de desahucios de la crisis económica de 2008 fue el origen de Podemos, que hizo de las acciones contra los lanzamientos la punta de lanza que, entre otras cosas, llevó a la alcaldía de Barcelona a Ada Colau y a la vicepresidencia a Pablo Iglesias. La regidora explica en su biografía que su activismo comenzó en los 90 en las protestas contra la Guerra del Golfo. Justamente la Guerra de Irak y las movilizaciones consiguientes fueron las banderas que acabarían minando el Gobierno Aznar y pusieron a José Luis Rodríguez Zapatero en el poder tras los Atentados de Atocha.
Desde la muerte de Franco, nuestra joven historia democrática es también la de las grandes e ininterrumpidas campañas de la izquierda. Desde el «¿Nuclear? No, gracias» hasta el «No a la OTAN» (que se cambió cuando hizo falta), llegando hasta el «Sólo el sí es sí».
Que la sociedad reaccione tras el escape de Chernobyl o cuando una manada de salvajes viola a una chica me resulta loable, pero que haya gente capaz de usar una desgracia colectiva como arma arrojadiza me produce un pudor y una vergüenza inexplicables. Me refiero a atentados terroristas (Barcelona, Atocha), accidentes, epidemias o riadas como las que estamos padeciendo. Nadie pidió dimisiones por la gestión desastrosa de la erupción del volcán de la Palma. ¿Por qué? Porque el presidente del gobierno canario era el socialista Ángel Víctor Torres. Nadie se manifestó tras la pandemia y los irregulares estados de excepción. ¿Por qué? Porque había un presidente de izquierdas. Una y otra vez las llamadas «mareas» blancas, verdes, naranjas vuelven a las calles cuajadas de sindicalistas y funcionarios, de empleados que atacan gobiernos conservadores, jamás ejecutivos de izquierdas.
Carlos Mazón no ha estado fino en las riadas, pero la vastedad del fenómeno natural permite intuir que nadie lo hubiese tenido fácil. La Aemet no estuvo a la altura, el Ministerio de Transportes no cortó las carreteras a tiempo, los gestores de las cuencas hidrográficas no avisaron de que el agua y el barro bajaba en tromba hacia las poblaciones. ¿Ahora resulta que Mazón tiene en exclusiva la culpa de la tragedia? Anda ya. Naturalmente que queda feo que estuviese haciendo política –gestionando el futuro de la tele local– mientras se llenaban los barrancos. Pero ¿de verdad podría haber detenido las avenidas sobre las localidades siniestradas? Y más preguntas: ¿estuvo Teresa Ribera a la altura? ¿Acudió el Ejecutivo de Sánchez en ayuda con todos sus recursos, de inmediato? El tiempo y las comisiones de investigación abundarán en todos estos extremos, pero el plan de vida de la izquierda, lo reconozco, me resulta un arcano: el martes se ahogan las personas, una semana después encontramos sus cuerpos, el sábado los enterramos y el domingo nos manifestamos.