La naturaleza, como su propia nombre indica, nace de la voluntad de la ciencia, del devenir de nuestro mundo. A veces impredecible, siempre soberana. Es por eso que su subsiguiente subestimación puede llegar a conformar un grave problema en las metrópolis. A lo largo de la historia, se ha demostrado que esta serie de fenómenos han acompañado a la huella humana. Esta serie de tormentos son algo casi irrefrenable e, incluso en nuestros tiempos, algo (casi) indetectable.
Si no remontamos a la sabiduría imperante de la hemeroteca, la consecución de este tipo de catástrofes se remontan a los inicios de nuestros tiempos. La fuerza del ecosistema es tan impetuosa que no hace prisioneros a su paso. Si bien en el mundo moderno han ocurrido acontecimientos que han supuesto un antes y un después, como las terrible riada de 1957, los primeros casos en la península itálica datan de hace más de dos milenios.
Tal y como expuso el político Dion Casio en su obra ' Historia de Roma' con motivo del enfado de los dioses, la lluvia había desbordado el río atentando contra el núcleo de la urbe "desde las zonas altas a las más bajas". En sus escritos el historiador se refería al río Tíber, un portento indomable de la naturaleza. Al mismo tiempo constituía un milagro comercial para los romanos y un peligro incesante fruto del desbordamiento ocasionado en base a las crecidas. De esta manera, este fenómeno se convirtió en un asunto de estado combatido por gobernantes y emperadores, políticos y senadores.
Uno de los cientos emperadores que centraron su lucha en paliar las catástrofes meteorológicas del Tíber fue Trajano, uno de los primeros dirigentes nacidos en territorio hispano. Su progresos en edificación naval desencadenaron en el Imperio una posible solución en el horizonte con respecto a este tema. En primera instancia, su proyecto se acentuó en edificar un segundo puerto de forma hexagonal al sudeste del edificado por el emperador Claudio, la obra se completó con dos kilómetros de muelles e instalaciones fluviales destinadas a guardas toda la mercancía, en los dos depósitos construidos, que llegaban por las líneas comerciales del Mediterráneo.
Sin embargo, la obra que hoy nos concierne, y por la cual fue recordado, encuentra su razón de ser en esas inundaciones que aterraban a las metrópolis. Esta era conocida como Fossa Traiana, hoy canal de Fiumicino, un canal artificial a la vera de este nuevo puerto, a modo complementario, para contestar a las subidas del río y favorecer las internadas de navegación en el río.
Aunque en realidad la mayor virtud y su objeto primero era el de actuar como fosa que funcionase como desagüe y evitara el desbocamiento de las crecidas en la urbe y sus consecuentes inundaciones. Asimismo, el entendimiento y la mentalidad de los dirigentes con este tema cambió a raíz de esta nueva invención y su connotación mitológica pasó a un segundo plano. El problema residía en el devenir de lo natural y no tanto de los descontentos de los todopoderosos.
No obstante, aunque su validez sirvió para impedir algunas inundaciones, en el año 103 el río Tíber demostró una vez más su poder dejando en una nimiedad a la obra del humano anteponiendo su impetuosa pujanza. Este hecho queda retratado en las memorias del escritor y militar Plinio: "El Tíber se ha salido del cauce y en los puntos donde las orillas son más bajas ha dañado profundamente los terrenos. A pesar del desagüe del canal que el providentísimo emperador ha hecho excavar, cubre los valles, inunda los campos y los lugares donde el terreno es llano y es visible en lugar del suelo".