Camavinga le hacía gestos a Vinicius, después de una jugada de ataque del Milan, como reprochándole que no se había situado bien. Poco después, Vinicius reprochaba al centro del campo la distancia que había entre los delanteros y los jugadores de la demular, un espacio por el que se movían sin problemas los jugadores del equipo italiano. Antes, en la primera mitad, el público del Bernabéu ya había encontrado a un culpable: Tchouameni, que no tuvo un buen día y que no ha demostrado lo suficiente para el puesto que ocupa. Cada vez que tocaba el balón, pitos. Ese fue el ambiente del Santiago Bernabéu, donde todo se ha torcido en los últimos día y ahora se necesita con un urgencia la mano de un cirujano que encuentre bien el problema, lo extirpe y consiga el punto de inflexión de un equipo que, ahora mismo, está confundido, no sabe a qué juega y lo que hace, lo con desatino.
Está, además, en ese momento en el que no le sale nada de nada. A diez minutos del final y con dos goles de desventaja, Rüdiger metió un gol. Se celebró como se celebran en el estadio madridista esos tantos: como preludio de la corneta, de la tensión y del miedo. Pero cuando estaba el madridismo en ello, el árbitro dijo que no sacaran, esperó a la decisión del VAR y anuló por fuera de juego, esa pesadilla, el único conato de rebeldía, el único momento de esperanza del equipo de Ancelotti.
El italiano cambia el centro del campo en la alineación titular, durante el partido y no hay manera: no encuentra la combinación ganadora. No toca otras zonas del ataque porque en defensa está al límite y no considera a los jugadores de la cantera, mientras que en ataque Vinicius y Mbappé son inamovibles. El brasileño metió el gol del penalti que le hicieron. Dejó eso, al menos, en una noche sin mucho más brillo; mientras que Mbappé coleccionó una serie de remates sin puntería. Tiene que romper, todo el mundo espera que rompa, se destape, empiece a hacer goles y no pare. Pero, hasta ahora, la afición y el resto del equipo sigue esperándole como los personajes de Beckett esperaban a Godot, en esa obra acerca el sinsentido de la vida.
Godot nunca llega.
Los rivales del Madrid se mueven por el campo con una facilidad pasmosa y que dice mucho de cómo presiona el Real Madrid. Contra el Milan lo hizo un poco en la primera mitad, sus mejores minutos, pero después o se le olvida o se cansa o es que no está hecho para ello, y deja atosigar al rival y empieza a dejarse llevar y ya no hay nada que hacer.
No tiene puntería arriba el Madrid y tampoco tiene la fortaleza defensiva de otras veces. El Milan marcó el primero y eligió el destino del partido en un saque de esquina cerradito, que no se defendió con consistencia. No está el equipo de Ancelotti con ánimo para ir por debajo en el marcador. Ni con ánimo ni con fútbol. Ancelotti apostó por Modric y Tchouameni en el medio; en la derecha Valverde y por la izquierda y flotante, Bellingham. Deben de estar ahí los problemas porque el equipo acabó con Camavinga, Ceballos y Brahim en esa zona, mientras que Rodrygo se unía al ataque. Cambia Ancelotti de jugadores, junta a unos con otros, les busca posiciones distintas, ayer pegó a Valverde a la derecha. El entrenador italiano es un alquimista al que le ha abandonado, al menos de momento, el buen ojo, la suerte y el fútbol.
Porque empató Vinicius y en vez de llegar la reacción llegó un momento de abulia de Tchouameni y el gol de Morata, al que odia el Bernabéu con ganas. Otra vez por detrás, otra vez a arriesgar demasiado, con toda la segunda parte por delante. Arriesgar sin un plan claro, sin magia y con huecos detrás. Marcó el Milan. El Madrid se desespera.
